Probablemente Estados Unidos jamás invada militarmente a Venezuela. Pero existe el temor, los rumores y las amenazas. Y esto es suficiente.
Durante la Guerra Fría una táctica bélica cogió fuerza: la de no hacer daño. Intimidar y hacerlo de forma implacable. De forma paradójica esta fue, en gran parte, el método que se blandió y que mantuvo a raya a una de los potencias más letales del siglo XX.
Se trata de la «teoría de la disuasión». La capacidad de destrucción o de ejercer daño como forma de convencer a los Estados —o a quienes forman parte de los Estados y son esenciales en su funcionamiento— de alterar su manera de actuar o pensar.
Pero evitando, siempre, llegar a la ejecución de cualquier ofensiva militar que implique la consumación de las amenazas. O, como lo resume Bernard Brodie, padre de la disuasión nuclear y autor de Strategy in the Missile Age: “Las armas nucleares deben estar siempre listas, pero nunca se deben utilizar”. Si es para devastar, Estados Unidos siempre debe estar en la brecha.
“Que hasta ahora el objetivo principal de nuestro establecimiento militar ha sido ganar guerras. De aquí en adelante su objetivo principal debe ser evitarlas. No puede haber otro objetivo útil”, dijo también Brodie. Aclarando, claro, que Estados Unidos no debe jamás alejarse de sus propósitos mayores.
El economista y premio Nobel, Thomas Schelling, también ha escrito al respecto. Uno de sus clásicos es The Strategy of Conflict. En el trabajo disecciona la teoría y explica que la estrategia militar «moderna» debía contemplar, primeramente, la intimidación, la coacción y, por supuesto, la disuasión.
Dice también que la teoría consiste en que la probabilidad de que ciertos comportamientos se mantengan, dependerá en gran medida de si existe una amenaza real de aplicar un castigo considerablemente mayor al comportamiento: la capacidad de infligir daño es, ahora, un método, no para realmente devastar y lograr conquistas militares, sino para influir en el comportamiento de otros Estados.
Schellin es el responsable del «teléfono rojo». La idea de establecer una línea directa entre Washington y Moscú, para de esa manera evitar accidentes. A través de ese teléfono, se harían las advertencias y las amenazas. Evitando que algún insensato se hiciera con los códigos nucleares y se atreviera a generar una catástrofe.
La teoría de la disuasión fue lo que le brindó a Donald Trump su gran triunfo en Corea del Norte. Logró su principal objetivo, que era la docilidad de Kim Jong-un, sin lanzar una sola bomba o disparar una bala. Y otra de las prioridades en política exterior de la agenda de Trump, es el drama venezolano. Pero aquí la tesitura es muy diferente: el triunfo de Estados Unidos, a diferencia de con Corea del Norte, solo es posible con un verdadero cambio de régimen.
En Corea, la prioridad de Trump era que el dictador cediera, se resignara, y desnuclearizara la península. Con Venezuela todo debe pasar por el desmantelamiento de los cárteles del narcotráfico, la expulsión de los chinos y rusos —y los árabes—; y el control de la crisis interna que genera un éxodo inquietante, al menos.
Una coyuntura muy compleja que se solucionaría, rotundamente, con la deposición del régimen de Nicolás Maduro. Porque, ¿de qué otra forma el líder chavista podría detener el abrumador éxodo? ¿O cómo acabaría con sus bandas intestinas y armadas, incontrolables, de narcotráfico y corrupción?
No obstante, la teoría de la disuasión siempre se puede ajustar a cualquier cuadrilátero. Y en Venezuela ya se está aplicando. Son, en parte, las sanciones. Y son, también, las severas declaraciones, casi escandalosas.
Es todo lo dirigido a ejercer la presión necesaria para obstaculizar el funcionamiento natural del régimen totalitario de Nicolás Maduro. Las sanciones internacionales, enfocadas en obstruir el flujo económico a un régimen que se erigió sobre una abultada billetera, se enmarcan en estos métodos. También el hostigamiento a los familiares de los miembros del régimen. La anulación de visas, las deportaciones y los congelamientos de activos. Medidas refugiadas siempre bajo la advertencia latente de que las consecuencias a las arbitrariedades serán implacables.
La posibilidad de enjuiciar a jerarcas en la Corte Penal Internacional. Las aseveraciones de que Venezuela es un narcoestado, relacionado con el terrorismo internacional. Es un acoso constante que los acorrala y provoca embrollos internos.
Porque al final no se trata de que Nicolás Maduro entregue el poder. Sino de que quienes forman parte esencial del sistema, cambien su comportamiento. De que alteren sus posturas. De que cedan ante las tácticas de disuasión. Y para ello no es necesario asestar el último gran golpe; sino que la verosimilitud de este sacudón, provoque los acontecimientos pertinentes.
Es una de las esperanzas que queda a los venezolanos. Porque las advertencias pesan. Porque la complicidad con un régimen criminal, y su sostenimiento, implica un castigo y un costo inmenso.
“Lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla”, escribió Sun Tzu.