José Luis Rodríguez Zapatero no debiera de ser tan evidente. Pero pareciera no importarle que se sepa que es el emisario de Nicolás Maduro. En algún momento pretendió resguardarse tras una fachada de imparcialidad. Ahí, con el barniz, parloteaba, llenándose las fauces, diciendo que representaba o al Gobierno español o a la Unión Europea o a gentes antagónicas a la dictadura chavista.
Ya no puede hacerlo, y no necesariamente porque hasta la socialista Federica Mogherini dejó claro que el expresidente no era mensajero de Europa, sino porque su insolencia le estorbaría demasiado. Sería, pues, una desvergüenza desorbitada.
Con el diario La Nación —que, por cierto, ¡qué decepción!—, Zapatero se exhibió como lo que es: un impresentable, secuaz de la dictadura más perversa de la región. Al periodista Guillermo Idiart, el español le dijo: “Delcy Rodríguez (…) y Jorge Rodríguez (…) son los que han estado con el diálogo y son, sin duda alguna, personas absolutamente favorables al diálogo, a la paz”.
Con respecto a las sanciones de la Unión Europea a jerarcas del chavismo, dijo: “Estoy convencido de que la UE desconoce, yo no sé qué información puedan tener”. “Una decisión como sancionar y bloquear a un Gobierno como el chavista produce consecuencias. Y luego, si llega la catástrofe, ¿de quién será la culpa?”, agregó.
Algunos asumieron esa última frase como una amenaza. Otros, como una grosera muestra de solidaridad con los delincuentes, muy bien amonestados por los grandes países de Europa y América.
En cualquier caso, en la breve y absurda entrevista —en la que el periodista faltó por cándido— José Luis Rodríguez Zapatero desmontó vacilaciones en torno a su labor en Venezuela.
No es la primera vez que lo hace. Y por ello es que cabría decir que a Zapatero pareciera no importarle que se sepa a quién realmente representa. No obstante, su honestidad es valiosa. Mucho. Sobre todo porque aún canallas, que supuestamente no son chavistas, se esfuerzan, con todo, en mercadear la figura del expresidente español como esencial para un proceso de transición en Venezuela. Un hombre con disposiciones loables; solo empecinado en dejar un legado generoso.
Todo indiscutiblemente a millas de la realidad. Y lo sabe el mundo. Lo entiende la Unión Europea, el Grupo de Lima, Estados Unidos y el Gobierno español —o al menos lo entendía la administración del magullado Rajoy—. Y lo comprende muy bien el gran columnista y periodista, Hermann Tertsch, quien hace unas semanas dedicó un artículo en el diario ABC a Zapatero —o a “la vergüenza de España”, como él lo llama—.
“Somos muchos españoles los que ante cualquier venezolano nos disculpamos por la profunda vergüenza que suponen las actividades infames de Zapatero en Venezuela. Incluso quienes nunca nos dejamos engañar por este personaje en su devastador paso por la historia de España estamos sobrecogidos por su aventura venezolano”, escribe Tertsch.
“Aunque nunca compense el mal causado, sepan los venezolanos que millones de españoles nos unimos hoy a la trinchera de la dignidad y la verdad de Venezuela frente a las mentiras interesadas de la lamentable figura de Zapatero, esa vergüenza de España”, concluye el periodista.
Y es verdad: Zapatero ha causado un gran daño. Sobre todo porque de ese adalid de la indignidad se han aferrado una serie de personajillos que presuntamente representan a la oposición venezolana. Detrás llevan consigo a una sociedad, muchas veces inquieta, desamparada y extraviada, que respalda a quien sea que supuestamente se oponga al chavismo y que por eso ha sido engañada.
Pero Zapatero no se opone al chavismo —y obviamente tampoco lo hacen los «opositores» que sirven como anfitriones cada vez que el de España pisa Caracas—. Todos son chavistas, pero con el complejo de anunciarlo —y con la cualidad de mercenario—. No han tenido la valentía de otros cretinos como Chomsky, Sean Penn o Monedero. Prefieren, en cambio, quedar bien con todos. Decirse equilibrados en una pugna en la que un bando ejecuta un genocidio paulatino y el otro solo quiere, pues, libertad.