“Venezolanas, venezolanos: no debemos olvidar, en la euforia de este gran momento nacional, que el camino de nuestra independencia económica recién comienza. Será tarea cotidiana sin complacencias ni complicidades. Ahora no tendremos excusas para nuestros fracasos. La tarea es absolutamente nuestra y la riqueza que podamos crear será obra nuestra. Pero también ahora seremos responsables o culpables de la miseria de nuestros niños, del abandono de nuestros cultivos y del desamparo de nuestros hogares”.
Ese agosto de 1975 el presidente Carlos Andrés Pérez celebró la nacionalización de la industria petrolera. Fue el primer paso para una Venezuela de abundancia y presunta prosperidad. De riqueza. Ilusoria. Pero al final, aparente riqueza.
Desde entonces, Venezuela empezó a convertirse en arquetipo de abundancia en la región. Mirada desde lejos —y desde cerca— como el gran norte económico. Como una nación ejemplar, casi idílica. Admirada por los peruanos, los chilenos, los uruguayos y los argentinos, que entonces padecían los estragos de autoritarismos, vivos o ya acabados. Y también por los colombianos, que atravesaban peligrosas guerras intestinas.
Se dio la migración de latinoamericanos, antecedida por la europea en los cincuenta. Cientos de miles de ciudadanos de la región, entrando por las fronteras y por aire, a Venezuela, para gozar de esa prosperidad coyuntural inherente a un sistema rentista. Una suerte de American Dream autóctono. El Venezuelan Dream, ese ethos de un país ejemplar.
A un ritmo sin precedentes, Venezuela se perfiló como uno de los principales países del mundo. Una sucursal de la modernidad en una región tercermundista. “Para 1982, Venezuela aún era la economía más rica en Latinoamérica”, se lee en un artículo del World Economic Forum.
Pero como una carreta desbocada, a todo por una peligrosa pendiente, Venezuela tuvo su duro encuentro con la realidad. Y el inminente colapso de un sistema rentista vino acompañado por la letal tutela de un régimen totalitario, despiadado y perverso. Decidido a acelerar la muerte de un país y la de sus ciudadanos. A provocar lo impensable: convertir el, una vez modélico país, en escombros, abandonado por olas de, no emigrantes, sino refugiados.
Esta semana medios como The Atlantic, The New York Times, El País, ABC, BBC, The Independent, The Spectator, The Wall Street Journal, El Comercio, El Clarín, The Washington Post y The New York Post han cubierto la crisis de refugiados venezolanos en América. La llaman «la peor crisis humanitaria del hemisferio Occidental». En su portada de hace unos días, el diario español ABC presentó a una familia de refugiados en su portada. A un costado, tituló: “No es la guerra de Siria, es Venezuela”.
Imágenes desgarradoras. Inimaginables hace unos pocos años. Porque nadie, ni el más paranoico, pensó jamás que los venezolanos andarían por las orillas de las autopistas de América, caminando, cargando sus enseres y a sus hijos, apenas arropados ante el despiadado frío andino. Porque nadie pensó jamás que en las fronteras de Brasil y Colombia, las Naciones Unidas alzarían campos para refugiados venezolanos. O que por las calles de Caracas el hambre se pasearía representada en profesionales, uniformados, hurgando en la basura. O que en el interior del país los niños morirían de enfermedades erradicadas hace décadas. Que volvería el paludismo y la difteria. Que las madres tendrían que asesinar a sus mascotas para que el resto de sus amados no mueran de hambre.
Nadie pensó que Venezuela, otrora gran nación sudamericana, moriría. Que se desmoronaría ante las pretensiones de unos pocos.
“El mundo debe observar”
“Llevo siete meses sin ver a mi familia”, dijo el venezolano John Gil en Colombia al medio BBC. “Yo tengo dos hermanitos y no puedo comer sin pensar en ellos. Solo pienso en que desearía que mis hermanitos y mi mamá estuvieran aquí, conmigo, comiendo bien”, continuó, entre lágrimas.
John Gil es uno de los cientos de venezolanos que llegan todos los días a las estaciones de autobús en Colombia. Sin mucho dinero deben rebuscarse hasta llegar a uno de sus destinos: o Perú o Ecuador o Chile, los que aún le abren las puertas a la migración y los que tienen las mayores comunidades de venezolanos en la región.
“Ha sido rudo. Fuerte. Hemos caminado demasiado. Algunas personas nos han ayudado y otras nos has humillado. Me robaron. Me robaron mi bolso, mis documentos y ropa para mi bebé. Ya no tengo nada que comer. No puedo comprarle nada a mi bebé. Los hospitales en Venezuela están contaminados y no tienen medicina. Pronto nos vamos a quedar sin comida”, dijo a BBC una venezolana embarazada en Colombia.
“Nosotros caminamos porque no tenemos dinero. Son como cinco o seis días hasta la próxima ciudad. Pero a lo mejor podamos decirle a alguien que nos dé la cola. Da miedo, pero tenemos que tomar el riesgo”, agregó.
En la revista digital The Atlantic, Alan Taylor, editor del medio, escribe: “La actual crisis económica en Venezuela está forzando a cientos de miles a dejar el país, a menudo cruzando las fronteras a pie, buscando mejores vidas en Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y más allá. Están huyendo de una nación que ahora experimenta frecuentes cortes de energía y escasez de agua, y sufre de una grave falta de alimentos y suministros medios básicos”.
“El creciente número de refugiados también está causando problemas en los países limítrofes, con países como Ecuador y Perú endureciendo las restricciones a la inmigración”, se lee en la revista estadounidense.
Las imágenes que han aparecido los últimos días, de venezolanos andando a pie por las carreteras andinas, reflejan el rostro más crudo y descorazonador de una crisis provocada por el régimen chavista de Nicolás Maduro. Expulsados de su país, apartados de su familia y subordinados a la incertidumbre, deben abrirse espacio en otras naciones. Expuestos siempre a los malos tratos y al desprecio, ahora también reseñado por los medios.
“Yo me fui porque tengo una hija y no puedo alimentarla. No puedo verla crecer. No podía pagarle su comida. Es horrible vivir eso. y también es horrible tener que dejar tu hogar, tu familia y a tu gente”, dijo a PanAm Post la venezolana Joanna Gaviria, recién llegada a Ecuador luego de varios días de viaje.
Gaviria llegó sola a Quito. Tuvo que despedirse de su hija de cuatro años en Valencia, Venezuela. Sin saber cuándo volverá a verla, ahora se convierte en la única esperanza de un soporte medianamente decente para su familia y su primogénita.
“Tengo miedo. Me siento sola. Me da temor fracasar. He escuchado demasiadas historias. De fraudes y humillaciones. Pero es lo que me toca”, dijo la joven venezolana de 26 años.
En un pertinente artículo en The Independent, la autora, Caitlin Morrison, se pregunta: “¿Por qué nadie habla del hecho de que el colapso económico en Venezuela se ha convertido en una crisis humanitaria?”.
Es oportuno preguntárselo porque la atención internacional es esencial. Que volteen las miradas. Que respalden la causa por la libertad en una nación, ya destruida.
“Los refugiados de un país con problemas de liquidez enfrentan ahora las dificultades de las fronteras cerradas cuando llegan a Ecuador, y Perú pronto podría sumarse, mientras que Colombia ha advertido que su capacidad de acoger a los migrantes se está excediendo”, escribe Morrison.
Luego, dice: “Mientras tanto, la desolación de que se les haya negado la entrada a un posible nuevo hogar debe palidecer en comparación con las condiciones de los que quedan atrás”.
“Esta política de distanciarse de todo lo que Maduro representa es admirable en cierto modo, pero las naciones no pueden pasar por esto y dejar de marcar una postura en contra del daño que el Gobierno venezolano le está haciendo a su propio pueblo”.
Al final, Caitlin Morrison asegura que los venezolanos necesitan, urgente, ayuda humanitaria. Es imperativo. “Ya no importa. El tiempo para cambiar la forma en la que vemos a Venezuela ya pasó. Ahora es momento de la acción”, concluye la autora.
La cobertura de la prensa internacional es fundamental para generar una fuerza de opinión que impulse a las naciones democráticas a ejercer la presión necesaria en contra del régimen dictatorial de Nicolás Maduro. Y cada vez son más las voces que reseñan el colapso del que alguna vez fue un gran país.
Ahora son muchos los que difunden las desgarradoras imágenes. Que se suman a la indignación y al asombro por la muerte de un país. Porque no es fácil ver a los conciudadanos arrastrando los pies por Ecuador y Perú, sorteando las humillaciones y el desprecio en las fronteras. Escarbando en la basura. Muriendo de hambre. Celebrando en familia desde la distancia, solo conectados por una pantalla de vidrio. Ver el drama, desolador, al que una pandilla en el Gobierno ha sometido a millones de venezolanos.
“En banda, están dejando el país. Y su éxodo ya se clasifica como, probablemente, el mayor desplazamiento forzado jamás registrado en el hemisferio Occidental. El mundo debe observar”, se lee en un importante editorial del diario británico Financial Times.
Y en su momento, mientras timoneaba «la gran Venezuela», sembrando la semilla del colapso, Carlos Andrés Pérez dijo, con unas palabras casi proféticas: “Pero también seremos responsables o culpables de la miseria de nuestros niños, del abandono de nuestros cultivos y del desamparo de nuestros hogares”.
Ahora los niños mueren, la tierra se seca y los hogares quedan vacíos. Es el resultado de un proceso extenso. Pero ahora las responsabilidades son compartidas. El mundo y los venezolanos tienen el deber de resucitar a un país que ya murió.
“A finales de 2017, alrededor de 1,6 millones de venezolanos vivían en el extranjero, según la ONU. Las estimaciones locales ofrecen una cifra tan alta como 4 millones. Los países vecinos hasta ahora han dado la bienvenida a los refugiados. Hay solo un millón en Colombia, pero Brasil, Ecuador y Perú han comenzado a ajustar los requisitos de visado para las llegadas”, se lee en el diario británico.
Luego, concluye en su editorial el Financial Times: “Las comparaciones con la crisis de refugiados de Siria, el peor desastre provocado por el hombre desde la Segunda Guerra Mundial, con casi 6 millones de refugiados de una población de 20 millones antes de la guerra, pueden ser inexactas. Sin embargo, en términos de escala y números brutos, ya no parece una comparación tan descabellada”.