El 10 de enero publiqué una columna diciendo que Juan Guaidó era un irresponsable. Apresurado, tomado por el derrotismo y la inevitable desesperanza, me equivoqué. Aposté mal. Aseguré, sin esperar a que las aguas se templaran, que Guaidó no había asumido la presidencia de la República —ni iba a hacerlo—.
Aunque sé que la presión de ese día —de la comunidad internacional, Almagro en mensajes privados, la sociedad civil y los medios— sirvió para que el 11 de enero el diputado anunciara una postura más sensata, apegada a la Constitución de 1999; fue un error no haberlo emplazado y, en cambio, haber sentenciado su condena al olvido
Juan Guaidó no será olvidado. No puede olvidarse al valiente. Y el 11 de enero, aunque demasiado vacilante e insípido —porque el diputado no es, para nada, un gran orador—, entre dientes, a juro y sin quererlo, Guaidó dijo en un cabildo abierto que asumía la encargaduría de la presidencia de la República. ¡Albricias, que tenemos nuevo presidente!
El día, luego de la revelación, se caracterizó por la falta de certeza. Guaidó asumía pero no. Lo dijo, pero en clave. Que era él el presidente, pero que también lo era la Asamblea. Y eso fue así hasta que apareció Luis Almagro y le fijó la banda presidencial con cemento. Sin saber bien si Guaidó había asumido, el secretario general de la Organización de Estados Americanos saludó su recién contraída responsabilidad.
Pese a que las horas que siguieron a ello estuvieron llenas de incertidumbre, las declaraciones de grandes voces confirmaron que Guaidó era el nuevo presidente de Venezuela. David Smolansky, Tuto Quiroga, Pastrana, la eurodiputada Beatriz Becerra, senadores de Colombia y República Dominicana. También los representantes de las otras instituciones legítimas: Luisa Ortega Díaz, por la Fiscalía General, y Miguel Ángel Martín, por el Tribunal Supremo de Justicia. Hasta los Gobierno de Brasil y Colombia. Todos ya lo llaman presidente interino —algunos, cierto, de forma más explícita, y otros acudiendo a un lenguaje jabonoso—.
Yo me ciño a lo dicho por gente brillante como el jurista y escritor Asdrúbal Aguiar y el catedrático y constitucionalista José Vicente Haro: Guaidó, quiera o no, es presidente. Le correspondió al aceptar la presidencia de la Asamblea Nacional. Lo es y debe ejercerlo. Es, también, comandante en jefe de la Fuerza Armada Nacional.
También, como dice el lúcido profesor de Georgetown, Héctor Schamis, en un imprescindible artículo en el diario El País: “El viernes 11 Juan Guaidó se acercó a la gloria, rápidamente y con convicción”.
En su columna, Schamis sugiere que el presidente de Venezuela debe nombrar “embajadores rápidamente, aprovechando el apoyo recibido de diversos países de América Latina y Europa”.
Y es cierto que la tarea es una hazaña. Una gesta libertadora que acarrea los peores riesgos. Porque Guaidó, al asumir la presidencia —el primero que lo hace en veinte años de chavismo porque el otro que en su momento tuvo la oportunidad, en 2013, se acobardó—, reta al régimen como ningún líder lo ha hecho. Ni María Corina Machado, cuyo rotundo y encarnizado discurso viene sitiando al gran monstruo, se encuentra en una posición tan desafiante para Nicolás Maduro como la de Guaidó.
Es por ello que quizá la sugerencia del prestigioso diplomático Diego Arria es pertinente: el nuevo presidente debería apresurar el nombramiento de su gabinete para disgregar las responsabilidades. Y es por ello que ahora más que nunca se vuelve urgente que Guaidó asuma plenamente —que sea lacónico— y se juramente. Porque el tiempo sin hacerlo es un riesgo. Y debe aumentar, ya, el costo político de ser agredido. No es lo mismo anular al presidente del Parlamento que al presidente de la República, reconocido y respaldado por las grandes democracias del mundo.
El nuevo presidente necesitará todo el apoyo. Enfrenta a un régimen criminal e implacable. Son momentos peligrosos. Necesitará, ya, el amparo de la comunidad internacional. De la sociedad, los periodistas, los dirigentes y parte de los uniformados. Lo necesitará —y, seguro, contará con ello—.
No obstante, la ambigüedad al hablar del nuevo presidente no ayuda mucho. Su falta de precisión no colabora. Aunque a regañadientes, Guaidó debe creerse jefe de Estado. Debe decirlo a cada momento. Porque, por ahora, pareciera que es el único que no se ha enterado.
Todos queremos que Guaidó sea una estrella. Que sea él. Que sea el líder que por mucho necesitamos. Ese que inspire a toda la sociedad y la capitanee hacia la libertad. Incluso, queremos que obtenga las recompensas. Las merecerá… Pero tiene que colaborar. Él y todos.
Debe ponerse de pie, cuadrarse, erguir el cuello y decirlo: “Soy el presidente de Venezuela”. Porque lo es. Así lo reconoceremos y así lo deberá reconocer el mundo.