Quemen los libros de Céline o la obra de Cervantes. No escuchemos jamás a Wagner ni nos asomemos por una librería donde guarden a Sade o a Neruda. Bajemos los Caravaggio y Degas. El arte del misógino Picasso al ostracismo y que Lord Byron no vuelva a ser recitado. También hagamos lo propio con Michael Jackson, porque ya unos comenzaron.
Luego del demoledor documental Leaving Neverland, estrenado a principio de este año, medios como la BBC y empresas como Starbucks y Louis Vuitton se están apartando de quien quizá ha sido el más grande artista que haya existido.
Ayer terminé la pieza. Esas cuatro horas de testimonios aterradores. Salí con dolor de cabeza porque no sabía qué pensar ahora. Por mucho defendí a Michael Jackson. Sostuve que nunca hubo prueba suficiente que le arrebatara la inocencia. Y aún no la hay; pero cómo rebates esas historias tan convincentes. Cómo evitas la sospecha cuando la desviación de su conducta se supo siempre y se ignoró.
Crecí con Michael Jackson como crecieron mis padres y los de su generación. Pero también crecí advirtiendo sus escándalos. Que dormía con niños y que mantenía decenas en su rancho. Que a su hijo lo asomó por un balcón con el rostro tapado por una manta. Que su rostro había cambiado tanto que ya incomodaba. Que se había casado, divorciado, que lo habían arrestado y luego liberado; que todos querían, de verdad, aprovecharse de su fama. Que pobre de él, tan inocente, que era solo un alma cándida, ingenua, demasiado infantil.
Pero mientras, escuché Beat it y ponía a sonar a todo volumen Don’t stop till you get enough.
Keep on, with the force don’t stop…
No dejaba de impactarme la percusión y el estruendo de They don’t care about us y ese impresionante video en Brasil. Tampoco dejaba descansar mucho el DVD de HIStory y cada tanto daba play a esa presentación de Billie Jean donde estrenó el moonwalk en 1983.
Smooth Criminal, Remember the Time, Black or White, Earth Song, Man in The Mirror. El hombre con el traje militar, los lentes de sol, los mocasines de cuero negro y las medias blancas; ese guante decorado con diamantes de imitación. El ícono. El ícono imbatible. Los movimientos de baile, el temple, su entereza. Un showman como ninguno. Sin duda, digo, confiado, el más grande artista que ha presenciado la humanidad.
Pero también están los escándalos. Y hoy aparecen con más fuerza gracias a los desgarradores e inquietantes testimonios de Wade Robson, Jimmy Safechuck, y sus familiares.
Aunque descalifico el documental como trabajo de investigación, por no esforzarse en exponer alguna contraparte ni tratar de contrastar las informaciones —porque si la película no tuviera como único fin hacer creer que Michael Jackson es culpable, hubieran tratado de profundizar, siquiera, con otros posibles testigos—, se vuelve imposible desestimar las historias, bastante convincentes, descarnadas y demoledoras.
Presumamos la inocencia, pero parece que Michael Jackson fue un pedófilo. Un pedófilo encantador, por cierto, complejo, porque hasta sus víctimas le reconocen sus virtudes. Y virtudes que todos debemos reconocer a pesar de. Y por ello se le celebra. Y por ello hoy lo defiendo.
Porque quieren lanzarlo a la hoguera. Quemar su mercancía y vetar sus hits. Censurarlo. Eliminarlo. Que desaparezca. Que el más grande fenómeno artístico del último siglo jamás haya existido. Que no quede vestigio de su arte, de lo que hizo, de sus fundaciones, de lo que ayudó y sus esfuerzos filantrópicos. Tampoco de su influencia determinante en otros artistas y corrientes musicales.
Pero lo proponen los que no saben separar al artista de su arte. Al individuo de su creación. Y ellos, crédulos, demasiado naïve, tienen una idea pueril de la vida. Esa que concibe que si el arte es bueno los creadores son puros. Seres inmaculados dispuestos por los dioses para entretener a las masas. Y hasta ahí. No sienten, no odian ni pecan. No ceden a los vicios ni, bajo la sombra de la fama y la riqueza, a las barbaridades.
“Las actuales sociedades pretenden ser impolutas y que lo sea su callejero [artista], lo cual es imposible mientras se siga utilizando nombres [escuchando música] de personas”, escribió hace unos meses el brillante Javier Marías, sobre las pretensiones puritanas de ahora. Y, entonces, “si nos pusiéramos a analizar con minucia las vidas de cada cual (no ya de políticos y militares, sino de escritores y artistas, en principio más sosegados), nunca encontraríamos a nadie sin tacha”.
Continúa Marías: si a todos esos artistas se les homenajea, “no es por esos lamparones, sino pese a ellos y porque además lograron buenos versos o prosas o filosofías”. “Hay mucha gente compleja o ambigua, imperfecta, a la que se le rinde homenaje por lo bueno que hizo y a pesar de lo malo”, escribe.
Y, ante la desbandada en contra del Rey del Pop, hoy blando esta defensa. Una defensa de su arte, de lo que fue o de lo que aparentemente fue. De su condición de artista, de su grandeza. De lo que significó y lo que representó.
No del monstruo, del manipulador y del embaucador. Tampoco del criminal.
Una defensa de Beat it y de Billie Jean. De Thriller y del moonwalk. De sus causas, su discurso, su imagen. De haber innovado la industria, por ser un hito o por ser el más grande artista. Una defensa de la libertad. De la inflexible libertad a escuchar monstruos y disfrutarlos.