El fracaso del alzamiento cívico-militar del 30 de abril contra el dictador Nicolás Maduro no fue solo de Juan Guaidó. Ese día también fracasó la administración republicana de Donald Trump. Un poco más de dos meses antes, el régimen chavista asestó una victoria contra los dos líderes: Juan Guaidó y Trump, perdieron.
Pero no significa lo mismo un revés de Guaidó que uno de Trump. El primero es un líder novato, sin experiencia, que trata de torear una crisis humanitaria sin precedentes mientras maneja las pataletas infantiles de una oposición frágil y demasiado tímida; apenas tiene poder, no controla el país y vive en libertad porque goza del amparo del segundo, Trump. El presidente americano tiene todo. Poder, control, recursos y el manejo de la nación más poderosa del mundo; cuenta con uno de los servicios de inteligencia más eficientes y con el mayor ejército del hemisferio.
Pero ambos fracasaron. En dos ocasiones. No obstante, quizá la diferencia reside en que el fracaso de uno, tal vez por aficionado, demasiado ingenuo y pardillo, arrastró al otro y ahora ambos portan la vergonzosa insignia.
Dijo el envoy para Venezuela, Elliot Abrams, que Estados Unidos estaba al tanto de un pacto entre el Gobierno del presidente Guaidó y altos miembros del régimen de Nicolás Maduro. La ruta era que el acuerdo, tramado por semanas, prosperara en el marco del 1 de mayo. Al final, por la inminencia de un boicot letal al plan, se adelantó el 30 de abril y se convirtió en una triste derrota.
Medios como Bloomberg, The Wall Street Journal, El País y Armando.info han reseñado el papel de Estados Unidos en los acuerdos para el alzamiento institucional, militar y civil contra Nicolás Maduro. En concreto, todos asoman una conclusión similar: Juan Guaidó, Leopoldo López y el Gobierno de Donald Trump idearon una transición en Venezuela junto a miembros del régimen de Nicolás Maduro.
El mismo día del fiasco del 30 de abril, el asesor de la Casa Blanca, John Bolton, prácticamente exigió al ministro de la Defensa, Padrino López; el jefe de la Guardia Presidencial, Hernández Dala; y el presidente del ilegal Tribunal Supremo, Maikel Moreno, que honren su promesa.
“Es importante que figuras claves del régimen que han estado hablando con la oposición cumplan con su promesa de ayudar a una transición pacífica del poder”, dijo Bolton en una rueda de prensa en la Casa Blanca.
Por su parte, Abrams, al día siguiente, aseguró que existía un documento firmado por los vinculados al acuerdo en el que se establecía una transición pacífica e institucional en Venezuela. El diario The Washington Post también lo reseñó en sus páginas.
“Fue un grave error que Estados Unidos avalara este acuerdo. Empezando porque los criminales no tienen palabra y siempre buscarán, de algún modo, su supervivencia. Ni los incentivos ni las demostraciones de fuerza fueron lo suficientemente contundentes para hacerles entender que era mejor cumplir el acuerdo que no cumplirlos”, me dijo el agudo Pedro Urruchurtu, politólogo venezolano y antiguo vicepresidente de la Federación Internacional de Jóvenes Liberales.
“Se burlaron de Estados Unidos. Es su naturaleza. Lo han hecho hasta del papa. No tienen palabra. Y creo que el Gobierno de Donald Trump cometió un grave error”, agregó Urruchurtu.
Al hablar con un reconocido líder de la oposición venezolana, que nunca estuvo al tanto de las negociaciones, me dijo que no entendía cómo la nación más poderosa del mundo, con un tremendo aparato de inteligencia y contrainteligencia, había estructurado toda una estrategia en torno a las promesas de unos violadores de derechos humanos.
Una estafa, pensé. Pero no por parte de quienes claramente conciben la burla, la mentira, como ética gobernante de sus vidas. Sino por quienes supuestamente corren tras lo mismo que quiere Estados Unidos para Venezuela.
Como los primeros engañan, los segundos, engañados, confunden a los terceros. Y sí, hay un poco de ingenuidad, pero Estados Unidos compró el libreto del quiebre militar.
Ha sido un guión pernicioso, ese que acá en el PanAm Post llamamos «La peligrosa fantasía del quiebre militar». Impulsada por individuos tan turbios como el general chavista Clíver Alcalá Cordones, la fiscal (presuntamente) exchavista Luisa Ortega Díaz, el chavista y exzar de PDVSA Rafael Ramírez, y el general exmadurista (según él), pero chavista, Hugo Carvajal.
A propósito, y volviendo al párrafo inicial, hay que recordar quien estaba presente en el lugar y el día que Juan Guaidó y Donald Trump padecieron su primera gran derrota.
Como héroe medieval recién salido de alguna obra de Tolkien, nimbado por la luz intensa del cielo cucuteño, Clíver Alcalá Cordones guiaba militares desertores, ahora campeones de la libertad.
Lo vi esa mañana del 23 de febrero. Al mismísimo general y antiguo miembro del régimen chavista. Lo acompañaba un mayor que luego aparecería en una fotografía junto a Juan Guaidó en un edificio en Tienditas.
Nuevamente se trataba del libreto del quiebre militar. Ese día ocurriría como presuntamente iba a ocurrir el 30 de abril. La ayuda humanitaria entraría con la naturalidad del agua que recorre el río. Era la expectativa que había llevado a diputados a asegurarme que ese 23 de febrero sería histórico y que ocurriría lo que todos esperaban. “Hoy pongo mis pies en Venezuela”, me dijo quien llevaba meses en el exilio.
No pisó Venezuela. No hubo quiebre militar. No pasó la ayuda humanitaria. Hubo varios muertos. Leopoldo López terminó en una embajada. Está el vicepresidente del Parlamento secuestrado y otro diputado que tampoco aparece. El diagnóstico a vuelo rasante es que no vamos bien.
Los reveses han causado un impacto importante aunque los optimistas se esfuercen en negarlo. La popularidad del presidente Guaidó ha menguado, el poder de convocatoria no es el mismo, la migración ha incrementado y la dictadura, fortalecida, se ha sentido en confianza para ir atenazando con su represión al jefe de Estado de Venezuela.
Los venezolanos andan frustrados ante una ruta de tres puntos que no termina de llegar. Ni cese de la usurpación ni Gobierno de transición y, mucho menos, elecciones libres. Pero también está muy frustrado el gran halcón. Desde el pedestal, con las alas desplegadas, postura altiva y los gestos de desencanto, ve cómo en Venezuela las niñadas, típicas de una élite adolescente, impide concretar con éxito alguna estrategia.
Un periodista americano que vive en Bogotá, muy cercano al Departamento de Estado de Estados Unidos, me aseguró que el presidente Donald Trump está frustrado con su experiencia reciente en Venezuela.
“Le incomodan esas dos derrotas”, me aseguró, quien prefirió mantenerse bajo el anonimato.
Lo que me dijo el periodista en un café de Bogotá coincide, en parte, con un reporte del diario estadounidense The Washington Post. En la nota, titulada A frustrated Trump questions his administration’s Venezuela strategy, el diario asegura que Trump se siente incómodo con lo poco que ha avanzado su propósito de liberar a Venezuela de Nicolás Maduro.
El diario cita a fuentes del Gobierno republicano y asesores de la Casa Blanca. Asegura que la frustración de Trump se concentra en, principalmente, la estrategia “agresiva” blandida por su asesor de seguridad nacional, John Bolton.
No obstante, sobre la nota del Post, el senador Marco Rubio dijo que las fuentes habían mentido. Según Rubio, la determinación de Trump para liberar a Venezuela, con una ruta cada vez más hostil hacia Maduro, es un hecho incontrastable.
Rubio tiene razón y, de acuerdo con el periodista americano y una fuente cercana a Washington, el diario The Washington Post yerra al asegurar que la incomodidad de Trump es con el enredo geopolítico en el que los asesores han metido a su administración.
La verdadera frustración de Trump es con su papel de babysitter. Mientras Estados Unidos empuña una política cada vez más tajante, que pasa por endurecer la amenaza creíble de una intervención y por el robustecimiento de las sanciones, en Venezuela las pugnas políticas, entre partidos, dirigentes e intereses económicos, impide concertar una estrategia que vaya en sintonía con el rumbo timoneado por la Casa Blanca.
No es que Estados Unidos quiera o no intervenir. La propia incertidumbre al respecto, y en paralelo la certeza de que cada vez se decanta más por aplicar la fuerza, es parte de la estrategia esbozada por el Departamento de Estado y la Casa Blanca. Pero mientras, en Venezuela, como adolescentes, se dan discusiones estériles y se impulsan acuerdos que jamás trascenderán.
No es política de altura. Fuentes de militares en el exilio aseguraron al PanAm Post que la asesoría al Gobierno de Juan Guaidó por parte de individuos antes vinculados al chavismo ha minado la confianza de la administración republicana en la oposición. Los resultados de los dos grandes ensayos para ganarle la partida a Maduro solo han ratificado la pequeñez y medianía de quienes trazan las estrategias en Caracas.
Sobre los hombros del más poderoso del mundo hoy recae la responsabilidad de resolver la crisis venezolana. Eso pasa por idear, con eficiencia, planes, negociar con Vladimir Putin y convencer a la región —o al menos a Colombia y Brasil— de la urgencia de salir de Maduro —y, luego, de Castro y Ortega—.
Pero por la altivez natural de los americanos, su soberbia argumentada y prepotencia excesiva, es lógico que ante la dilación de un proceso que debía durar menos, hoy Donald Trump se sienta frustrado.
“Nicolás Maduro is a tough cookie”, piensa Trump de acuerdo con The Washington Post. Un hueso duro de roer. Ya, convencido por venezolanos, Estados Unidos ha tenido dos fracasos en menos de tres meses. Un tercero se ve poco probable. Y ahora, seguro, la pauta se dictará en la Avenida Pensilvania —o en Arlington—.
La batalla pero no la guerra
Sobre el presidente estadounidense, la muy informada y sobresaliente economista Gabriela Febres-Cordero piensa: “Trump concibe el mundo como lo hacía en su programa The Apprentice. Espera un rendimiento, espera que los demás compartan su astucia, su inteligencia, y cuando no lo hacen, you’re fired!”.
Febres-Cordero me insiste, con el ingenio que la caracteriza, que Trump es un hombre de instant gratification. No tiene por qué ser malo, pero tampoco es lo más conveniente. Quizá la comprensión, cándida y demasiado generosa, de que nuestra clase política no puede dar más porque eso ha sido siempre, nos lleve a cincelarla con mejor precisión.
El 23 de febrero y el 30 de abril hubo derrotas. Vergonzosas para la mayor potencia del mundo y, en parte, para un liderazgo que apenas intenta tutelar el proceso. Pero dentro de esta gran contienda, que es la causa por la libertad de todo un país —y, sin duda, una región—, aquellas solo fueron batallas perdidas.
Del 23 de febrero se aprendió que las deserciones masivas no ocurrirán dentro del país, que enfrentamos criminales; y del 30 de abril se aprendió que con esos criminales no se pacta. Ganancias gigantes en medio del fracaso, como esa foto del camión consumiéndose en llamas o la fractura del SEBIN, deben ser blandidas como los pasos adecuados por una vía angosta y peligrosa.
Todos debieron aprender. Como me dijo el periodista americano y la fuente cercana a D.C., la frustración del presidente, no con sus asesores sino con la dirigencia venezolana, son muestras de un acercamiento a una idea mucho más precisa de nuestra tragedia. Por otra parte, ese liderazgo, reunido en Caracas y representado en las capitales de América, quizá se haya apartado un poco de las niñadas que lo lleva a creer en fantasmas y quimeras.