Se ha hablado ya bastante sobre la nueva sensación que agobia a Venezuela. Leí par de cosas y recientemente me lo dijo un amigo que estuvo de visita en Caracas: «Esto parece otro país. Todo luce normal»h.
Agobia y atormenta cuando al mismo tiempo alivia. Es una percepción completamente absurda. Se alza esta sensación de normalidad en un país que es todo menos normal. Pero aún en esa insólita rutina, acosada por lo súbito de las circunstancias de una vida tan volátil, cierta serenidad ha cobrado terreno y cientos de miles de ciudadanos se han aferrado a ella.
Me dicen que es una reacción a la inercia y tanta vulgaridad, y no lo dudo. Venezuela es un país que, hoy, parece no tener salvación. Al menos parece no estar jamás dispuesto a deslastrarse de su casta política, ya no clase, corrupta y deficiente, como diría un amigo diplomático. Hablo de casta y no de grupo. Hablo de toda una élite, ya no de un color, sino polícroma.
Son veinte años de saqueo rojo que no se pueden explicar sin veinte años de conchupancia blanca, verde, azul, amarilla y, ahora, naranja. Y, en medio de esta repartición grotesca del tesoro público, el ciudadano queda padeciendo las consecuencias de un nuevo statu quo hamponil. Entonces, como víctima de los socialistas en el Gobierno y en la oposición, toda una sociedad sufre la ruina y depauperación de su nación.
Las consecuencias han estado frente a todos por muchos largos años: más de trescientos mil muertos por la violencia, decenas de miles que han fallecido por falta de insumos y servicios médicos y otros miles que agonizan de inanición; sume un éxodo de proporciones medio orientales que se traduce, también, en el quiebre de esa reserva moral que es la familia. Hablamos, entonces, de una verdadera tragedia. Una catástrofe de la que los únicos beneficiarios son los de esa casta. Los que han convertido en un negocio la tragedia. Los que entorpecerán con todos sus recursos y herramientas la solución.
Cuando hablamos de los largos años estamos obligados a mencionar que, si bien millones se han visto en medio de la repartición de un país, esos millones nunca optaron por la apatía o la pereza. No hay sociedad civil que merezca más su libertad que la venezolana. Ha sido desde el día uno de esta tragedia una muestra de indocilidad. Firmes y enérgicos, los venezolanos abarrotaron las calles en 2002, 2007, 2013, 2014, 2015, 2017 y, nuevamente, en los primeros meses de 2019.
Como hablamos de tragedia, estará siempre la que tuvo que encarar el venezolano cada vez que asumía su condición de ciudadano y tomaba las calles pidiendo libertad. Una conspiración constante, desde sus entrañas, que desmontaba una y otra vez los esfuerzos por deponer el sistema chavista. Las ofertas de diálogos y los procesos electorales fraudulentos se convirtieron en las herramientas de los traidores para, después de activada la gente, anularla.
Una conspiración de la que, luego de tantas experiencias, el ciudadano se pudo dar cuenta. Y entonces lo entendió todo: los líderes que nos han guiado por las avenidas de Venezuela realmente no tienen la voluntad de cumplir su palabra. Su condición de líder opositor, bastante rentable, por cierto, va de la mano con la existencia del sistema chavista, saqueador y generador de riqueza para los mediocres y criminales.
Bajo una realidad así, hoy seguramente digerida por el grueso de la población, no hay mucha ilusión de que, pronto, algo vaya a cambiar. En consecuencia, a algunos solo les queda vivir.
Quizá la sensación que hoy atormenta por lo incómoda que es, sea el mayor esfuerzo libertario que le queda a una sociedad que casi lo ha perdido todo. Porque más allá del valor supremo, que para mí es la libertad, queda la vida. Porque no puede ejercerse la libertad si la vida se ha perdido. Y la vida es todo. La vida es, en cierta parte, normalidad.
No culparía jamás a quien quiere vivirla. No culparía jamás a quien, luego de darlo todo y al verse atrapado en el delincuencial jueguito de esta casta, ha decidido darle la espalda a la cosa pública para empezar a retomar esa vida privada que el chavismo tiene veinte años tratando de aniquilar. No lo culparía. Solo le aconsejaría mantenerse alerta por si en algún momento los decentes toman el timón. Hacen falta ciudadanos.