Hablar de Cervantes es hablar de España; de Degas, de Francia. Leer a García Márquez es pasearse por Colombia y admirar un Caravaggio es contemplar una época. Y los cuatro tienen algo en común: ninguno es una figura impoluta, libre de toda mancha.
Pero el mundo no sería mundo sin las obras de Cervantes, García Márquez o Céline. No lo sería sin los cuadros de Caravaggio, de Degas o el cubismo de Picasso. Tampoco sin la música de Wagner, Strauss o Michael Jackson. Unos, golpeadores de mujeres, misóginos resueltos o alcohólicos; otros, admiradores de tiranos.
El análisis minucioso de la vida de cada cual no dejaría a nadie a salvo. Menos hoy, cuando todo es relativo y no importan las verdades históricas, los contextos o los hechos. Vale la simple denuncia o la sospecha. Entonces, se alza esta nueva cultura. La de cancelar —o matar—. Bajo ella, desaparezcamos a todos esos que construyeron nuestro mundo. Matemos a Italia, a España o a Alemania. Ahora van por Nueva York.
Woody Allen no haya donde publicar sus memorias. Varias editoriales se las han rechazado y la última, Hachette, aunque aceptó publicarlas tuvo que retractarse por la presión mediática lograda por los empleados indignados y su cacique, Ronan Farrow, el hijo despiadado. Sus películas ya no las estrenan en Estados Unidos y la industria lo mira con desprecio. La misma industria que hace años, por su talento, le lamía las suelas.
No importa que cuando fue acusado de abusar de su hija, una investigación de seis meses concluyera que era falso. Tampoco que un tiempo después una agencia que cargaba una pesquisa de catorce meses absolviera igualmente a Woody Allen. Nada cuenta que jamás se ha concluido su culpabilidad ni que no hayan surgido otras acusaciones similares. Igual hay que destruir al artista.
Pero matarlo es matar a Nueva York. Y ahora no se trata de salvar a un hombre sino al retrato de una ciudad. Porque eso ha hecho Woody Allen en más de cincuenta años de carrera: dibujarnos a la Nueva York que hoy reconocemos.
El Guggenheim, el borde del Hudson con vista al Brooklyn, el lago del Central Park o el Empire Diner. Un restaurancito, una calle en el Upper West Side o los reflejos en las baldosas del Lincoln Center. No importa qué. Woody Allen no puso ni un ladrillo pero sí construyó, en la mente de miles, esos rincones que todos buscan para sentirse en una obra ambientada por un clarinete.
A Woody Allen se le premia por lo que hizo y a pesar de los escándalos. Por ello se le homenajea y se le debe seguir celebrando. Pero, como publicó el New York Post en su reciente editorial, lo de Ronan Farrow y los inquisidores de Allen es un «abuso de poder». Un atropello que atenta contra la libertad que tenemos de disfrutar a quienes otros consideran un monstruo. No solo toca salvar a Woody Allen sino a ese retrato, único, bastante extenso y trascendente, de una ciudad que inventó.
‘Chapter 1: he adored New York City // For him, it was a metaphor for the decay of contemporary culture // The same lack of individual integrity that caused so many people to take the easy way out was rapidly turning the town of his dreams in…’