Me ha sorprendido la reacción que genera Rómulo Betancourt en algunos grupos limitados y toscos de la derecha venezolana. Son minúsculos, sin eco ni trascendencia, pero que rechazan a Betancourt con enérgica furia. Lo detestan profundamente y le atribuyen los males que hoy nos aquejan. El chavismo, según ellos, es consecuencia natural de su militancia marxista y sus breves andanzas por el comunismo ortodoxo.
Este profundo desprecio a quien quizá ha sido el mayor estadista que ha gobernado Venezuela no es sino la auténtica muestra de un insondable desconocimiento de nuestra historia y los hechos que la forjaron. Esos que argumentan que Betancourt fue un comunista, amigo de comunistas, padre político de comunistas y lo que a usted le dé la gana de inventar, no saben de lo que hablan. Son, al final, simples víctimas de las espirales de irracionalidad que hierven en las redes.
Y aquí no voy a estar condonando a la izquierda venezolana y su inexcusable responsabilidad en el desarrollo del chavismo. Que en el noventa y ocho los venezolanos se decantaran por el teniente coronel golpista que mentía fue consecuencia de la edificación por parte de adecos y copeyanos de un decadente modelo rentista y de todo eso innato a la agenda socialdemócrata del bipartidismo. Hoy nadie duda de ello. Quien polemice al respecto formó parte del juego de repartición del fisco.
Podemos proponernos increpar a Rómulo Betancourt por su pasado explícitamente comunista, cuando veinteañero y romántico. También por ser el padre de la criatura. Pero hacerlo sería mezquino. En cuanto a lo primero, porque creció; y lo segundo, porque el hijo se le descarriló.
Betancourt fue comunista, es cierto. Profundamente marxista, de esos que sí leyeron. En los 30 dejó un manifiesto rebosante de rasgos leninistas —aunque entonces, Betancourt, vanguardista como siempre, proponía un movimiento policlasista—. Pero también lo fueron Mauricio Rojas, Roberto Ampuero, Antonio Escohotado, Sánchez Dragó y Mario Vargas Llosa. Y no quiero decir que Betancourt sea propiamente un converso —y que en los últimos años de su vida haya abrazado el liberalismo—; pero del comunismo sí se alejó.
De hecho, en el 59, en su discurso de toma de posesión, lo dejó muy claro: «En el transcurso de mi campaña fui muy explícito en el sentido de que no consultaría al Partido Comunista para la integración del Gobierno. Es un hecho que la filosofía política comunista no se compagina con la estructura del Estado venezolano».
Rómulo Betancourt pudo haber obviado esas dos oraciones y, así, haberse ahorrado un cruento conflicto que casi le cuesta más a él que a sus enemigos. De hecho, para el momento su terquedad ante la firme idea de no conciliar con los comunistas parecía desatinada. Al final, Betancourt era presidente en gran parte porque el dictador desterrado, Marcos Pérez Jiménez, encontró una valerosa resistencia de los grupos comunistas en Venezuela. Pero a Rómulo nada de eso le importó. Estaba obstinadamente convencido de que la ética comunista contrastaba con el proyecto democrático que él quería construir. Y esto no se lo perdonaron los del martillo y la hoz.
La tozudez le ganó una guerra, bastante encarnizada, con los comunistas que al final manifestaron su auténtica naturaleza. Y Rómulo Betancourt los enfrentó, incluso al costo de la chilladera permanente de esos que se dicen defensores-de-los-derechos-humanos. El Gobierno adeco, que ya había sufrido varias escisiones, mató comunistas violentos como cucarachas. Hay no se cuántas historias. Que si los lanzó desde helicópteros, las torturas o desapariciones. Pero la realidad es que Rómulo Betancourt enfrentó con gallardía la amenaza que para el momento representaban los movimientos guerrilleros a la seguridad de los venezolanos.
Y todos estos movimientos guerrilleros, terroristas al final, progenitores de atentados contra civiles, gozaron del amparo económico e ideológico de la otra gran amenaza que enfrentó Rómulo Betancourt: Fidel Castro.
Hoy, para descalificar a Betancourt ponen a rodar esa estampa del presidente con el dictador cubano. Lo que no cuentan es que de ese primer y único encuentro floreció la hostilidad que en 1967 llegaría al paroxismo con un burdo y obsceno intento de invasión de Cuba a Venezuela. La reunión de Betancourt con Castro fue el 26 de enero de 1959 y, ante la exigencia del líder cubano de asistencia económica a la isla, el presidente venezolano fue tajante: váyase por donde vino.
«Se ha dicho, sin analizar el problema, que Betancourt fue intransigente. En cierta forma, sí. Ante los planteamientos exagerados de Fidel, Betancourt reaccionó como lo hizo», dijo Simón Alberto Consalvi, testigo presencial, en una entrevista a Ramón Hernández. El historiador mexicano, Enrique Krauze, también se refirió al encuentro en su obra El poder y el delirio: «Fidel viaja a Caracas (donde recibe una bienvenida apoteósica) y visita a Betancourt (entonces presidente electo) para pedirle petróleo. Betancourt le responde que el pueblo venezolano no regala petróleo, lo vende y que no hará una excepción en ese caso. Betancourt lo cala y sabe que Castro será, a partir de entonces, su enemigo mortal». El capítulo de mi libro en el que escribo sobre la reunión se titula Declaración de guerra a Venezuela.
Fue una guerra entre ambas naciones. Y Betancourt tiene el encomiable mérito de, en tiempos en que toda la región andaba cautivada por los ademanes autoritarios del dictador caribeño, alzar su Doctrina: Venezuela no tendrá ningún tipo de vínculo con regímenes dictatoriales como el de Fidel Castro. Y finalmente el diseño de esta política exterior se terminó concretando el 11 de noviembre de 1961, cuando Rómulo Betancourt decidió romper relaciones con La Habana. Ese día dijo ante los venezolanos: «El Gobierno de Venezuela no ha ocultado en ningún momento su repulsa a los métodos de fusilamientos políticos, encarcelamientos en masa, irrespeto de la dignidad y la vida humana, que se vienen aplicando por el Gobierno de Cuba».
Cuando pude reunirme con el legendario guerrillero venezolano Douglas Bravo para mi libro, noté su intenso odio hacia Rómulo Betancourt. Él, antiguo militante del Partido Comunista, luego jefe del Partido de la Revolución y gran referente marxista en Latinoamérica, le reclama a Rómulo Betancourt su desprecio a los rojos.
«Ya antes de asumir el Gobierno, Betancourt no era comunista. Pero fue un ingrato con nosotros», me dijo. En su libro, Moisés Moleiro, quien había dejado Acción Democrática porque Betancourt no era tan rojo como él hubiese querido, también lo resalta: «El Gobierno era sordo para los reclamos populares y para las sugerencias hechas por los sectores progresistas de los mismos partidos coaligados (…) Betancourt ha decidido salir del ala izquierda del partido y se traza una estrategia para ello».
Fue un estadista. El más grande que ha tenido Venezuela. Supo dejar la política en su momento y luego vio consternado cómo su partido, ese gran legado, se extraviaba por los vicios del estatismo, el populismo y la corrupción. Aún así, se mantuvo al margen y, asumiendo que sería desoído, no dio consejos. Enfrentó a los comunistas y a Fidel Castro cuando en el resto de la región salivaban por él. Padeció atentados, golpes de Estado y el asedio constante de la extrema izquierda, que fantaseaba con ver su cabeza empalada. Y, aún así, la derecha le reclama.
Si a un venezolano habría que reconocerle su papel en la historia moderna de nuestro país es a Rómulo Betancourt. Y en la derecha, en vez de atribuirle cargas que no arrastra, deberíamos reivindicarlo como el valiente que, aún considerando el costo personal que le significó, pudo enfrentarse a Fidel Castro y a esa izquierda que lo tiene como norte moral. Si quienes le sucedieron hubieran continuado alzando la Doctrina Betancourt, Hugo Chávez jamás hubiera llegado a gobernar.