«Mamá, antes de dormir le pido a Dios que vuelvas y se vaya el coronavirus», le dice, casi todas las noches, su hija a Andrea.
Cuando empecé este trabajo mi intención no era ahondar en el drama. Me quería limitar a las cifras, los datos, la información oficial y todos esos numeritos que a los periodistas no nos importan pero que igual tenemos que reportar porque supuestamente a los lectores sí les importan. Pero el drama está ahí. Es imposible eludirlo. Y cada contacto con alguno de los afectados era un encontronazo con una desgarradora tragedia que no es ajena.
El 12 de marzo de este año, a propósito de una pandemia que nadie vio llegar, Nicolás Maduro anunció la suspensión de los vuelos de y hacia Venezuela y el cierre de todas las fronteras terrestres. Ese día empezó el trance de cientos.
Andrea, de 25 años, me dijo que viajó a Estados Unidos, como lo hace anualmente, con el propósito de visitar a su cuñada. Iba a estar poco menos de tres meses. Llegó el 17 de enero y regresaba a Venezuela el 11 de abril.
«Yo nunca me imaginé que esto se iba a extender. Todo se ha vuelto peor cada día. Yo tengo mis tres niños pequeños. La mayor tiene cinco años, un niño de dos años y una bebé que, cuando me vine, tenía tres meses», cuenta.
Ya son más de seis meses sin ver a sus tres hijos. Por supuesto que es doloroso, me dice. Duele como nada, principalmente porque, dada la rareza de la coyuntura, qué se le dice a una niña de cinco años. «Tranquila, mi amor, ando resolviendo unos asuntos y apenas pueda voy», le responde Andrea a su hija, quien aún reza para poder abrazar a su mamá.
«En un momento compré un pasaje de avión hacia Brasil, para ver si era factible entrar por Brasil a Venezuela; pero luego cerraron también la frontera. Es desesperante», relata.
El viaje de tres meses se le duplicó a Andrea. Pero a otros venezolanos, su estadía ha terminando sobreponiéndose a cualquier cálculo o pretensión originaria. Ana, por ejemplo, iba a estar solo veinte días. Ya lleva casi cinco meses.
«Me vine con mi hija de cuatro años con la intención de visitar a mi hermano, a quien tenía cinco años sin ver. Llegué el 6 de marzo y seis días después, el régimen de Maduro cerró el aeropuerto con solo diez casos de coronavirus en Venezuela. Insisto: solo diez casos», cuenta.
Para Ana es un despropósito que no le hayan permitido regresar a su país cuando la pandemia apenas empezaba. Una medida exageradamente draconiana la ha sumido en, incluso, un problema familiar.
«Yo vine con un dinero para estar máximo veinte días y obviamente no dimensioné esto. Tengo a mi niña de cuatro años, no puedo salir a trabajar y dejarla a ella encerrada en un cuarto. Mi esposo es quien me ha apoyado, pero por supuesto que los recursos se acabaron. Ahora sigo en la casa de mi hermano, pero la situación es muy compleja. Porque además, mi hermano está en un proceso tormentoso de separación. La convivencia se ha hecho cuesta arriba».
Es la hemorragia económica, una descapitalización constante bajo la expectativa de que en algún momento se solucione todo. Pero es la plata, la incertidumbre, la convivencia, la presión, el temor y, por supuesto, la percepción insoportable de injusticia.
«Esto es una violación a nuestros derechos por donde lo veas. Es inaceptable», espeta Ana.
Ana tiene, además, un bebé de un año.
«Cuando lo dejé por un par de semanas, mi hijo era un lactante. En ese momento hice un banco de leche para veinte días. Ni en mis más remotos pensamientos iba a imaginar que algo así me iba a suceder».
Los venezolanos que están varados en Estados Unidos lograron coordinarse. Tienen grupos de Whatsapp en los que se apoyan mutuamente y comparten información. A raíz de esta articulación, lograron armar un registro de todos. Hoy, de acuerdo con el último censo, son exactamente 1.050 los venezolanos a la deriva. De esa cifra, 803 están en Florida. Luego, hay 58 en Texas; 27 en Nueva York; 15 en Georgia; 13 en Colorado; 11 en California y el resto, entre 1, 2 o 3, dispersos por el país. 395 tienen entre 18 y 39 años; 391 entre 36 y 60; 125 entre 60 y 81; 101 son menores de edad; y 8 tienen entre 81 y 102 años. De todo el grupo, la mayoría está saludable; sin embargo, 100 venezolanos tienen enfermedades como diabetes o cáncer. En el grupo hay 5 embarazadas.
Aborrezco las estadísticas porque trasforman a individuos en números. Sin embargo, en este caso, sirven para calibrar el tamaño de la tragedia. Hay niños sin ver a sus padres; abuelos sin poder descansar; madres sin estar con sus bebés o a punto de dar a luz —solas, sin sus esposos y sin dinero—.
«Disculpa que no te atendí antes, estaba hablando con mis hijos por videollamada. Hoy cumplo años», me dice Maurina. Tiene 56 años y está completamente sola. Ya no en Estados Unidos, donde pasó más de tres meses, sino en República Dominicana. Viajó a la isla con la esperanza de que sea mucho más sencillo regresar a Venezuela desde otro país menos hostil con el régimen de Nicolás Maduro.
Maurina viajó el 9 de marzo a Miami. Para el momento, no tenía ni idea de que en el mundo se estaba desarrollando una pandemia. Se enteró en el aeropuerto de Panamá.
«Yo iba por una semana solamente. Me regresaba a Maracaibo el 16. Fui únicamente a resolver un problema con mi banco y el viaje, que iba a ser corto, se transformó en una verdadera pesadilla».
Tenía un hotel reservado, pero solo por 15 días. El dinero no era suficiente para continuar, por lo que exploró alternativas y terminó en casa de amigos lejanos. La experiencia fue desagradable. Hoy le huye a la insolidaridad innata a ese mundillo frívolo de venezolanos en el Doral; en cambio, reconoce el apoyo de los dominicanos.
«Estos amigos me ofrecieron su casa con la condición de que ayudara en las tareas domésticas. Prácticamente estuve trabajando como señora de servicio sin que me pagaran y, además, tuve que colaborar con la mitad de la comida».
«Por el Doral no vuelvo a pasar», insiste. «La próxima vez que regrese a Estados Unidos, lo hago con mis hijos. Yo no tenía necesidad de esto. Yo estaba tranquila en Venezuela, con mis hijos, mis nietos».
El contexto, hostil, insoportable, la acosó. Maurina atravesó enfermedades y por tanta tensión, sufrió una parálisis facial. Pero el ánimo en su cumpleaños se mantenía intacto. Su voz no se percibía frágil. Estaba contenta, aunque sola, porque acababa de hablar con sus hijos. ¡Albricias, existe la tecnología!
Ha habido esfuerzos por exigir al régimen de Nicolás Maduro la garantía de un derecho palmario, indiscutible. La Constitución venezolana, verbigracia, es clara en su artículo cincuenta: «Toda persona puede transitar libremente y por cualquier medio por el territorio nacional». La Declaración Internacional de Derechos Humanos, asimismo, dice: «Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país». A ambas máximas apelan los cientos de venezolanos para elaborar una solicitud que esperan alzar hasta el Gobierno de España con el propósito de que medie por sus casos ante el régimen de Maduro. La petición, en Change.org, lleva para este 22 de julio 3.638 firmas.
Uno de los que la endosó es David Smolansky, venezolano, hoy comisionado de la Organización de Estados Americanos para los migrantes y refugiados venezolanos. Hablé con él al respecto y me contó que está al tanto de cada uno de los casos de los varados.
«Tus números coinciden con los que nosotros manejamos en la oficina de la secretaría general de la OEA para la crisis de migrantes y refugiados. Teníamos poco más de mil que están varados. Y a esos hay que sumarle aproximadamente setecientos en España, aproximadamente seiscientos en Chile, quinientos entre Costa Rica y Panamá, al menos cincuenta en México. Y todos los anteriores por motivos aéreos. Hay treinta mil más en el Norte de Santander que, por las restricciones del régimen, están varados vía terrestre. Otros veinte mil en Bogotá».
Estamos hablando de más de 42 mil venezolanos con la voluntad de regresar a su país. Pero no pueden. El régimen simplemente decidió que no regresarán. A esos, todos venezolanos y con su vida en Venezuela, Maduro los tachó de «armas biológicas».
«Muchos de estos venezolanos nos han contactado», dice David, «uno de los testimonios más conmovedores es el de una muchacha que tiene a su papá, con ella, acá. Viajaron desde Venezuela. El señor es italiano, llegó a los veinte años a Venezuela. No han podido regresar desde que empezó el coronavirus. El señor ha tenido complicaciones de salud, específicamente en la próstata. Están muy preocupados. Se están comiendo los ahorros. Este señor tiene a su médico en Venezuela».
Los venezolanos varados, como comenté, se han esforzado por contactar al régimen de Nicolás Maduro, amén de su derecho incuestionable a las máximas citadas. Pero los acercamientos no han sido de rodillas, implorando, en una especie de actitud indigente ante un monstruo innoble. En lo absoluto. Lo único que piden es que se autorice la apertura del espacio aéreo para un vuelo humanitario o de repatriación. Todos los de Estados Unidos, al menos, están dispuestos a pagar los gastos de un vuelo de una aerolínea privada.
Carlos, de 17 años, quien estaba en Nueva York estudiando inglés, se regresaba a Venezuela el 14 de marzo, y hoy lleva más de seis meses en Estados Unidos, ha tenido que pagar $450 para prolongar su estadía legal. Me dijo que entre todos le han propuesto a la Cancillería del régimen que autorice vuelos charter financiados por los varados. Pero no hay respuesta. El chavismo solo desoye.
«Yo he sido muy enfático», me recalcó David Smolansky, «el régimen cierra el espacio aéreo para los venezolanos que tienen que regresar por motivos humanitarios en tiempos de pandemia; pero deja el espacio aéreo abierto para al menos 17 vuelos iraníes que han llegado a Venezuela desde que empezó el coronavirus».
«El espacio aéreo sigue abierto para actividades ilícitas como el contrabando, el narcotráfico, la minería, entre otros. Justamente sacaba una cuenta: con 15 vuelos se resolvería la situación de todos los venezolanos varados y lograrían regresar a su tierra. Eso es menos de los 17 vuelos iraníes que han aterrizado en nuestro país. Esto forma parte de la naturaleza criminal de la dictadura: claramente no quieren atender a estas personas».
Cristina Mujica, también varada, ha tratado de coordinar al resto. «Tenemos un grupo de abogados», me dice. Han apelado a autoridades afines al régimen, hostiles al régimen, independientes, de aquí o allá, anodinas, insípidas o simbólicas. Nadie dice nada. En todo caso, palmaditas en la espalda. Están las «instancias jurisdiccionales». Las han sopesado. Pero no hay expectativas, por supuesto. Mientras, la mayoría se sigue desangrando financieramente, teniendo que pagar cada tanto una extensión de la estadía que vale unos $450. Y en el caso de familias grandes, el golpe es un yunque.
«A nosotros la extensión nos saldría en $1.800. Y es muy posible que nos la den por solo un mes», me cuenta Pedro, de 47 años, quien por trabajo viajó a Las Vegas junto a su familia, tenía la intención de disfrutar no más de veinte días, y ya lleva casi cinco meses.
«Tenía una conferencia, una cuestión de trabajo. Me traje a mi familia y la idea era hacer turismo al terminar los cinco días de conferencia».
La aerolínea de Pedro le canceló el vuelo de regreso a Venezuela inmediatamente después del anuncio de Nicolás Maduro. Entonces, todo se fue enredando.
«Todo se nos trancó. Quisimos seguir en el hotel en el que estábamos en Las Vegas, pero, al intentar reservar otros días, nos dijeron que iban a cerrar por el coronavirus. Empezamos a dar codazos por Las Vegas. Luego fuimos a Atlanta y de ahí bajamos a Miami. Llevamos cinco meses de hotel en hotel. Somos cuatro».
A Pedro lo acompañan su esposa, abogada de 47 años; su hijo mayor, de 21 años; y el más pequeño, de 9 años. Le toca ser el contrafuerte de la familia. Decir que todo está bien aunque nada lo esté, que falta poco, que en cualquier momento todo se soluciona y que en nada volverán a su casa, con su gente. Pero mientras, Pedro ha perdido veinte kilos, ha tenido que vender su carro para mantenerse en Estados Unidos y pagar las veinte pastillas diarias que tiene que ingerir su esposa, quien arrastra una «condición cardíaca».
Es Andrea, es Ana, es Maurina, es Carlos y es Pedro. Es Erika, quien tiene un esposo enfermo e hijos en Venezuela; es Yosdari, quien acaba de tener a su bebé en Estados Unidos; es Raquel, cuya hija, quien viajó por una beca de ballet, ha extendido cuatro veces su estadía; es Carmen, quien ya no tiene cómo pagar sus medicamentos; es Paola, cuya madre falleció hace poco en Venezuela; es Nerio, quien anda a punto de implorar que lo deporten; es Aimar, quien ahora vive en una iglesia, con sus dos niños, mientras su madre de 92 años está sola en Venezuela. Son Yuleima, Gerardo, Elsa y Fahed. Son, en total, 1.050. Ninguno con el propósito de quedarse en Estados Unidos. Todos con la voluntad obstinada de regresar a su casa. Todos, al final, desterrados.