EnglishEllos son la octogenaria cantante cubana Omara Portuondo y el joven presidente norteamericano Barack Obama. Respecto al castrismo, son tal para cual.
Ella viaja desde La Habana hasta Washington DC sólo para cantarle un “tumbaíto” a él. Pero él le estrecha la mano y se retira de la Sala Este de la Casa Blanca, donde ella canta en un concierto de 20 minutos con Buena Vista Social Club.
Tal vez los asesores de Barack Obama en el último minuto le aconsejaron que no se retratara demasiado con Omara Portuondo, pues googleándola descubrieron que se trata de una mujer que mata.
En efecto, el 19 de abril de 2003 circuló desde Cuba un documento indignante: Mensaje desde La Habana para amigos que están lejos, firmado por 27 figuras públicas de la isla.
El escueto y críptico mensaje —sin conocer el contexto cubano de entonces, hoy ese mensaje ya no comunica nada— fue suscrito a la carrera por escritores como Senel Paz y Nancy Morejón, por actrices como Raquel Revuelta, por ensayistas como Graziella Pogolotti y Cintio Vitier, por teatristas como Abelardo Estorino, por cineastas como Julio García Espinosa y Humberto Solás, por pintores como Roberto Fabelo, por cantautores como Silvio Rodríguez y César Portillo de la Luz, por intérpretes como Omara Portuondo, por compositores como Leo Brouwer y Chucho Valdés, por bailarinas como Alicia Alonso, y por castristas profesionales pero sin profesión como Alfredo Guevara y Eusebio Leal.
Aquel mensaje de 285 palabras fue redactado en persona por Fidel Castro Ruz, por entonces aún presidente perpetuo de nuestro país. Los cubanos conocemos bien sus bajezas de estilo, sus metáforas mefíticas contra todo lo que huela a libertad norteamericana: “maquinaria de propaganda anticubana”, “gran campaña que pretende aislarnos”, “agresión militar de los Estados Unidos contra Cuba”, “súperpotencia que pretende imponer una dictadura fascista a escala planetaria”, más un recordatorio de la “derrota en Playa Girón de la invasión mercenaria” y la demagogia de que “Cuba se ha visto obligada a tomar medidas enérgicas que naturalmente no deseaba”.
Quien se le oponga de verdad al régimen tiene que exiliarse o morir. En ocasiones, exiliarse y morir
En esencia, se trataba de veintitantos blancos cubanos ratificando la sentencia de muerte sumarísima contra tres compatriotas negros (los tres de hecho ya fusilados a inicios de aquel abril atroz de 2003).
La Revolución castrista restauró la pena capital en Cuba tan pronto como tomó el poder, en enero de 1959 (aunque desde la guerrilla la aplicaron copiosamente, a capricho). La gobernabilidad del comunismo cubano siempre fue una cuestión biopolítica: quien se le oponga de verdad al régimen —y no con jueguitos de denuncias digitales o con marchas más o menos infantilizadas—, tiene que exiliarse o morir. En ocasiones, exiliarse y morir.
A la vuelta de más de una década, un tercio de los 27 firmantes ya ha muerto, otros tantos están en trámites de extremaunción, y el resto son cadáveres civiles cuyos nombres yacen en la historia nacional de la infamia, por traicionar las ansías de libertad de todo un pueblo y por ser cómplices de la autotransición cubana hacia un castrismo sin Castros (o peor, con Castros de segunda y tercera generación).
Medio mes antes de fusilar a los tres negros cubanos que no habían cometido ningún delito de sangre, Fidel Castro en persona se aprovechó de la guerra de George W. Bush contra Saddam Hussein, para encarcelar a cerca de un centenar de opositores cubanos durante la Primavera Negra, en lo que después se conoció reduccionistamente como La Causa de los 75.
Así que Omara Portuondo —junto con todos los 27 firmantes del Mensaje desde La Habana para amigos que están lejos— también son cómplices de esas sentencias contra activistas pacíficos que no habían violado ninguna ley, y cuyas condenas totalizaron casi un milenio y medio. Al único que no encarcelaron fue al líder Oswaldo Payá, para que la Seguridad del Estado cubana pudiera asesinarlo impunemente junto a Harold Cepero, el 22 de julio de 2012: otra de esas “medidas enérgicas” que supongo que Cuba “naturalmente no deseaba” tampoco.
Pero hoy Omara Portuondo, junto a casi todos los sobrevivientes de aquellos 27 verdugos epistolares, reciben sus visas de múltiples entradas, para ir y venir sin responsabilidad penal hacia y desde su antiguo enemigo: los antes agresivos y ahora amistosos Estados Unidos de América.
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Es dentro del Imperialismo donde ellos se ganan sus dólares no declarados, por encima de cualquier embargo financiero y comercial de Washington DC contra la Cuba de Castro. E incluso pueden cantar en plena Casa Blanca, como Omara Portuondo con Buena Vista Social Club el pasado jueves 15 de octubre.
Mejor así. Total, la mujer octogenaria que mata y el joven presidente norteamericano que miente respecto al castrismo, son tal para cual. Y los tres negros anónimos —Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodán Sevilla García y Jorge Luis Martínez Isaac—, en tanto cubanos muertos a manos de Castro, son de mucha menor calidad que los que la policía norteamericana masacra.
Todas las vidas negras importan. Pero algunas vidas son más negras que otras en importancia.