Una de las últimas víctimas de la represión del régimen de Daniel Ortega, fue un niño de un poco más de un año. Al respecto, el reconocido periodista y escritor cubano, Carlos Alberto Montaner, dijo: “El asesinato de un bebé de 14 meses fue la gota que colmó la copa nica. O Daniel Ortega y su mujer aceptan adelantar elecciones en marzo y se largan con sus millones a otra parte, o serán derrocados o pueden terminar como el matrimonio Ceausescu en Rumanía”.
Montaner hace referencia al régimen dictatorial comunista de finales de los años ochenta en la península balcánica. Y se trata de una comparación sumamente sensata. Con una advertencia, además: Ceausescu terminó juzgado, luego de su derrocamiento, por un tribunal militar. Lo acusaron por genocidio, subversión del Estado contra la sociedad, destrucción de la economía, del patrimonio nacional y de desfalco. Siendo culpable, lo ejecutaron a él y a su esposa, Elena Ceausescu, la Rosario Murillo de Rumanía
Que la pareja Ortega termine como los dictadores comunistas europeos, depende, como muy bien dice Carlos Alberto Montaner, de ellos. No obstante, parece no existir ningún indicio de querer eludir la dramática y letal conclusión.
Frente a una de las exposiciones de coraje más inmensas de la región, con cientos de miles de jóvenes en las calles, de pie ante el autoritarismo y el desgaste de una nación, Daniel Ortega respondió de forma implacable y cruel. Recordando a quien dudara que seguía siendo aquel comunista de finales de la década de los ochenta, cuando su Gobierno se empecinó en ahogar a un país, someterlo al desastre y entregarlo, asimismo, el proyecto pérfido de expansión del comunismo de Fidel Castro.
Las manifestaciones pacíficas de los últimos meses en Nicaragua tuvieron que confrontar a un Estado peligroso con una inmensa avidez de sangre. Inédita e insólita hasta el punto en el que el otro gran homicida de la región, el venezolano Nicolás Maduro, pareciera quedar reducido.
Son incontables las masacres y los dantescos resultados de las expediciones de los denominados «Escuadrones de la muerte» y otros cuerpos paramilitares del régimen sandinista. Los crímenes, atroces. Incineraciones, familias enteras atacadas y ciudades dignas y baluartes de valores, asediadas hasta la ruina.
Llama la atención la quema de dos niños, de los asesinados por francotiradores, las torturas y las detenciones. “Ante este panorama, mi mente y mi corazón inmediatamente pensó y contempló el panorama histórica que nos está tocando vivir y me pregunté: ¿cuántos niños han muerto en estos días? ¿cuántos niños han sido sacrificados en estas semanas? ¿cuántos niños han sido asesinados durante estos dos meses?”, se preguntó este 24 de junio el obispo nicaragüense, Rolando Álvarez.
La respuesta, según el medio El Nuevo Diario: 12 niños han sido asesinados, al menos, durante esta terrible crisis política en Nicaragua. Son muertes atribuibles a la policía y a los miembros paramilitares del sandinismo. Se les llama «Fuerzas combinadas» porque actúan en conjunto.
Son individuos que se suman a los más de 210 asesinados, de acuerdo con las últimas estimaciones. Y a estas lamentables muertes, se debe añadir, también, la del bebé de un año y dos meses que asesinó la policía en un barrio de Managua. Una ejecución que debería servir como punto de quiebre.
Es cándido sugerir que el régimen de Daniel Ortega aún pudiera tener pretensiones democráticas. Ha asesinado, de una forma sin precedente, a la disidencia. De ahí a secuestrar la democracia, el camino es corto.
Ha formalizado su papel de tirano latinoamericano. Y ya hay que llamarlo así. De esos que les encanta la sangre y el poder. De esos que prefieren ir raptando vidas, así sea de niños, antes que ceder en su altivez dictatorial. Ya, afortunadamente, las dudas en torno a su figura se están despejando.
Daniel Ortega confirma quién es. Reserva su puesto, de una, en el estrado más oscuro de la historia contemporánea. Quedará como un dictador peligroso y letal. Y deberá quedar, también, como «el carnicero» de Nicaragua. Una credencial exclusiva que debería compartir con «el carnicero» venezolano.