EnglishHay poca gente en el mundo de las ciencias sociales que no esté familiarizada con Milgram 1963, el experimento de Stanley Milgram que evalúa cómo, sometida a órdenes precisas, la gente tiende a hacer daño físico, incluso daño físico irreparable, a sus semejantes. Las razones profundas de la maldad humana, sin embargo, permanecen en las sombras.
¿Por qué alguien se ensaña contra otra persona, por razones baladíes, o incluso sin ellas? ¿Qué produjo fenómenos sociales como el Nacionalsocialismo, que logró que una de las sociedades más educadas del mundo estuviera de acuerdo con borrar del mapa a quienes hasta años antes eran sus vecinos, sus amigos y hasta sus parientes? ¿Cómo explicar esa “banalidad del mal” de la que hablaba Hannah Arendt con respecto a Adolf Eichmann, quien “solo seguía órdenes”?
Casi en paralelo con los experimentos de Milgram o el juicio a Eichmann, este año se están cumpliendo 50 de un famoso caso criminal que resume perfectamente, en microescala, estas interrogantes, sin resolverlas. Hace medio siglo, este mes, Sylvia Likens, una adorable jovencita de 16 años, ingresaba por última vez, sin retorno a la superficie, en el sótano de la casa de Gertrude Baniszewski, en Indianápolis, Indiana; hasta octubre de 1965 iba a ser maltratada hasta lo indecible por toda una comunidad, mientras quienes no participaban del maltrato sencillamente miraban hacia otro lado.
La historia de Sylvia (un crimen tan atroz que aún es objeto de debate y controversia en Estados Unidos), está recogida en varias películas, siendo la más reciente (y una de las más conocidas) An American Crime, del director Tommy O’Haver (traducida al español como “El Encierro”), quien, como nativo de Indianápolis, busca descifrar, sin lograrlo del todo, el homicidio más infame que se haya cometido en su ciudad.
El drama de Sylvia Likens (una joven de la que nadie podía recordar ni una mala palabra, ni una ofensa; que acudía a la Iglesia todos los domingos y que era buena amiga de todos los que la conocieron), comenzó cuando fue dejada, junto con su hermana Jennifer, al cuidado de Baniszewski, una madre de seis hijos, asmática y aparentemente alcohólica, que a duras penas lograba ganarse la vida planchando para sus vecinos.
La relación entre las hermanas y Gertrude va deteriorándose en la medida en que los padres de Sylvia comienzan a retrasarse en el pago semanal que habían estipulado con esta, y mientras Gertrude va cobrándose sus frustraciones (y las de su hija mayor, Paula) con Sylvia, a quien comienza por encerrar en un sótano y a someter a crecientes maltratos y vejaciones, en las que no solo participa ella, pues va implicando, sucesivamente, a sus hijas, estas a sus novios y vecinos, y estos a otros amigos en una espiral de terror. La maestra de ceremonias, bien sea por acción directa o manipulando a los demás (en ocasiones mintiendo, en ocasiones ordenando las torturas), es siempre, y sin embargo, la matrona del grupo.
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No solo es horrendo ver cómo todo el grupo alrededor de los Baniszewski se involucra en el daño físico que se le aplica a Sylvia, quien a pesar de todo jamás se rebela, como no lo hace, por terror, Jennifer, aquejada de poliomielitis; es especialmente estremecedor ver cómo los vecinos, que oyen los gemidos de dolor de la jovencita en múltiples oportunidades, no se involucran, “porque ese no es nuestro problema”, mientras ella es quemada con cigarrillos, golpeada, marcada con clavos ardientes y recurrentemente violada, en ocasiones incluso con botellas y otros objetos. Solo la muerte de Sylvia, el 23 de octubre de 1965, la sacará del horror que le tocó en desgracia.
Ellen Page (Juno) logra un notable parecido físico con Sylvia Likens, y transmite la inocencia con la que esta joven vivió su incomprensible calvario; Hayley McFarland interpreta, también apropiadamente, a la aterrorizada Jennifer, que en un principio también iba a ser víctima de Gertrude (Catherine Keener); Sylvia, altruistamente, le pide a la maltratadora que la castigue a ella por las dos.
An American Crime no es una película fácil, y menos aún lo es saber que solo refleja parcialmente el horror que vivió Sylvia Likens, quien hoy tiene un pequeño monumento en la policía de Indianápolis, como un maltrato que pudo haber sido evitado y no lo fue.
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El filme alterna momentos del juicio (todos los responsables fueron a prisión, incluyendo John Baniszewski, quien es el preso más joven en la historia del estado de Indiana; cambió su apellido a Blake, y se hizo pastor evangélico, muriendo a los 52 años, en 2005, de complicaciones relacionadas con la diabetes), con los hechos y con los recuerdos de Sylvia, el proceso mental en el que se evadía mientras sufría sus torturas.
Sorprende (como en el caso de Eichmann, como en el de los que participaron en el experimento de Milgram) con la frialdad de Gertrude, quien fue condenada a una cadena perpetua de la que pagó 20 años. Gertrude evadió toda la responsabilidad, se la pasó a sus hijos y a sus vecinos, a pesar de que todos los testimonios la colocaban como instigadora de las torturas a Sylvia.
Aparte de ella y de John, fueron condenados Paula, Ricky Hobbs (un vecino al que le gustaba inicialmente Sylvia) y Coy Hubbard, novio de Stephany, otra de las hijas de la familia. Todos hicieron énfasis en sus testimonios que actuaban por órdenes de Gertrude, y que ellos lo hicieron solo porque ya estaban encerrados en un círculo de amenazas y chantajes.
Lester y Betty Likens no fueron castigados por su irresponsabilidad al dejar a Gertrude (a la que apenas conocían) a cargo de las pequeñas hermanas; la historia no hace énfasis en ellos, ni en qué pasó con Jennifer tras la muerte de Sylvia.
Pero numerosas páginas web, como Murderpedia.org, Sylvialikens.com y FortheloveofSylvia aún intentan explicarse qué pasó; cómo es posible tanta maldad; por qué toda una comunidad maltrató así a una niña, por nada; y lo que no deja dormir, después de ver An American Crime, es que 50 años después, seguimos sin respuesta para entender por qué todo un grupo humano decide bajar tan profundo.