Cuando escribo crónicas sobre violencia en Venezuela, sobre todo para medios internacionales, como el PanAm Post, uno de los desafíos que se me presentan es cómo hacer creíble lo que pongo en blanco y negro. Normalmente, uno de los obstáculos más difíciles de vencer es la incredulidad de los lectores: Suelen señalarme que “no puede ser verdad lo que pones ahí, estás exagerando”; otros me fustigan señalando que “si todo fuera tan malo no seguirías viviendo en Venezuela”.
Conmovedora, mi amadísima tía Sara —que ha llegado, lúcida y activa, a la tierna edad de 89 años y vive en La Coruña, España, una ciudad de 250 mil habitantes donde la vida es plácida, y desde hace 21 meses no se registra un asesinato— , me pide que escape de este horror, y expresa la situación en la forma más clara que alguien puede hacerlo: “es que allí tenéis que vivir con miedo todo el tiempo”.
Caracas se ha convertido oficialmente desde hoy en la ciudad con más violencia en el mundo, con una tasa de 119 homicidios por cada 100 mil habitantes, según la ONG Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, de México. Un sitio que nadie quiere visitar y al que los que vienen obligados, como Nicholas Casey, nuevo corresponsal del New York Times, observan con curiosidad casi entomológica.
Él, por supuesto, lamenta que no sea prudente invitar a sus familiares a pasar unos días aquí, a pesar del maravilloso clima de la capital venezolana y algunos atractivos, como la simpatía de su gente o la gastronomía (a pesar de la escasez), que el chavismo aún no ha podido destruir.
¿Cómo se vive, o se sobrevive, en Caracas? Con miedo, como sabe bien mi tía Sara. Un miedo permanente, espeso; hace años, cuando las cosas eran mucho mejores, o menos malas, mi hija, aún pequeña, al llegar al aeropuerto de Maiquetía (procedente, justamente, de La Coruña, una ciudad en la que era libre) me decía, “papá, ¿aquí te tengo que dar ya la mano, verdad?”.
Esa misma hija, ahora una joven de 20 años, no puede vivir la vida que todo joven vive. Es una reclusa de su hogar, o de hogares de amigos y amigas. Los jóvenes venezolanos de esta generación han vivido una existencia castrada, y lastrada, por el miedo. No salen de noche; cuando lo hacen, van al sitio al que se dirigen, juntos, normalmente en el automóvil de sus padres, y ese sitio suele ser otra vivienda. Allí se quedan toda la noche, porque nadie en su sano juicio va a salir de madrugada a buscarlos.
Además, somos esclavos del Whatsapp; “vamos saliendo”, “ya llegamos”. Un retraso de 10 minutos entre un destino y otro hace que se disparen las alarmas, que un terror difuso atraviese el corazón de los seres queridos.
Nada de vagabundear por las calles, mucho menos después del anochecer: Caracas se vuelve un cementerio a las 6:30 de la tarde, desaparece el transporte público, las calles quedan desiertas. Hace menos de dos semanas, el Gobierno, tratando de transmitir una sensación de cercanía de su presidente, mostraba un video de Nicolás Maduro y la primera dama Cilia Flores caminando a dos cuadras del Palacio de Miraflores de noche.
Los alrededores del palacio presidencial son una zona peligrosa, y los venezolanos se lo hicieron notar al mandatario: El show no habría sido posible sin que centenares de escoltas, que no aparecen en el video, estuvieran alrededor de la pareja. La soledad de la calle, en pleno centro, es, en sí misma, un termómetro de la situación. Andar con un iPhone en la mano, como lo hace Cilia Flores, no solo es imposible de noche; lo es a cualquier hora y en cualquier lugar, incluyendo el relativamente seguro Metro, que últimamente ha sido escenario de atracos masivos.
Maduro y Cilia caminaron a las 10 de la noche por la avenida urdaneta. Yo también camino, la diferencia es qué tu llevas escolta y yo no
— Nakanies!!!!! (@nakanies) January 16, 2016
Maduro salió anoche con Cilia a caminar por la Avenida Urdaneta.
Nunca nos había dicho tan claramente pendejos.— Sócrates Ramírez (@RamirezHoffman) January 16, 2016
@Maduro Salió a caminar por la avenida Urdaneta? Con cuántos guardaespaldas, además de Cilia? Qué burla.
— Nadia Colasante (@ncolasante) January 16, 2016
Hablando de parejas, la moda sangrienta en estos tiempos es el asesinato de matrimonios. Dos de ellas han sido asesinadas la última semana, una en el marco de un secuestro que salió mal. Solo ayer, un exmagistrado del Tribunal Supremo de Justicia fue hallado muerto, había desaparecido el 10 de enero; se supone que lo secuestraron y la familia se negó a pagar el rescate, o no logró ponerse de acuerdo con la cifra.
Hay zonas de la ciudad que son virtuales escenarios de guerra, como la Cota 905. Y si Caracas es muy peligrosa, el resto del país no se le queda atrás. El mismo día que se enteraron de que su capital es la ciudad más peligrosa del mundo, los venezolanos tuvieron que observar en un video como los presos de la cárcel de Margarita disparaban ráfagas de fusiles de repetición al aire en “homenaje” al narcotraficante Teófilo Cazorla, alias “el Conejo”, asesinado el sábado luego de una fiesta que amenizaba Jimena Araya, alias “Rosita”, en cuyo alrededor ya han matado a dos personas, ambas vinculadas con el inmenso negocio que son las cárceles venezolanas.
Siempre hubo permisividad hacia la delincuencia; la visión profundamente populista, acendrada en la clase política, pone al delincuente como una víctima de las circunstancias. Pero esta permisividad ha sido sustituida por el chavismo por un pacto perverso, que muestra bien el caso de “el Conejo”.
Condenado a 11 años de cárcel en 2010, llevaba más de uno ya bajo régimen de presentación; en 2011 fue retratado junto a la ministra de Prisiones, Iris Varela, en su celda del penal, en actitud cariñosa. Mandó a hacer las refacciones del penal en el que estaba recluido y en el que sus herederos exhiben hoy sus armas.
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Como él hay decenas, cientos de ejemplos de cómo el Gobierno “chavista” no solo es indiferente a la criminalidad, sino que en algunos casos, incluso la prohíja y la promueve. Son probados los vínculos entre el Estado y los “colectivos”, grupos paramilitares prooficialistas, que en sus ratos libres se dedican al hampa común.
Pagamos los ciudadanos que vivimos con miedo, mis hijos, que como 60% de los jóvenes, se quieren ir del país, porque el homicidio, y no los accidentes de tránsito, como en el resto del mundo, son la principal causa de muerte en jóvenes; lo pagan los miles de ciudadanos, 27 mil el año pasado, según cifras extraoficiales, que fueron asesinados. Sin contar con que por cada muerto, en promedio, tres personas resultan heridas por armas de fuego, y de ellas, una al menos quedará con una incapacidad permanente.
Una ruleta macabra, eso es Venezuela hoy. Si yo no me he ido es porque amo esta tierra, y porque espero poder construir un destino diferente para ella. Eso sí, todos los días me encomiendo a Dios y a la Virgen, y les encomiendo a toda mi familia y amigos. En sus manos estamos.
El miedo está, tía Sara, más que justificado. Te quiero mucho.