
El Gobierno (a estas alturas, devenido en régimen) de Nicolás Maduro está haciendo todo lo que pueda para explotar el diálogo con la oposición venezolana. Por supuesto, quiere hacerlo sin tener que pagar el costo político de abiertamente retirarse, lo que dejaría claro para el resto del mundo que en Venezuela hay una dictadura.
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Y mientras no solo no ha concedido nada en ninguno de los puntos que se acordaron el 30 de octubre (liberación de presos políticos, reconocimiento de la Asamblea Nacional, independencia de poderes, apertura del canal humanitario y configuración de un cronograma electoral, entre otros), ha insistido en el lenguaje procaz que le caracteriza (una de las solicitudes que ha hecho el Vaticano para bajar la tensión en el país) y apenas el jueves en la noche, una inefable sentencia del no menos inefable Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ha terminado de dinamitar la recolección del 20 % de las firmas para el referendo revocatorio al que Maduro tiene pánico, como le tiene pánico a cualquier elección popular. ¿Hasta cuándo? Hasta que (cree uno) suban los precios del petróleo…
Decía Sartre (y repetía Paul Preston en su magnífica biografía de Francisco Franco) que el talento de las tiranías es poner a sus adversarios a elegir entre dos miserias. Y así está la oposición venezolana hoy: no solo ha pagado un alto costo por el simple hecho de sentarse en la mesa de diálogo (un alto dirigente opositor hablaba de una caída de casi 15 puntos en las encuestas), sino que si se levanta este fin de semana, habrá perdido también la batalla internacional, pues, en la diplomacia, es muy difícil vender la idea de que un proceso de negociación pueda ofrecer resultados tras solo once días.
La cuidadosa elección de las palabras
Algo en lo que ha tenido éxito también Maduro es en poner la mesa de diálogo como la de Colombia: es decir, la de dos partes en conflicto, ambas con poder de fuego, que están enzarzadas en algo parecido a una guerra civil.
La realidad venezolana no podría ser más diferente: frente a una cúpula atrincherada en su capacidad para la violencia (la que componen Maduro y su grupo), se extiende un 80 % del país que considera que a su Gobierno se le ha pasado la hora, y que no tiene más recursos para la lucha que ese: ser una mayoría aplastante, que, además, tiene la letra de la Ley (obviamente, no el TSJ ni los tribunales) de su lado.
Porque en sus leyes fundamentales, no en las que se aprobaron entre 2009 y 2011 por vía habilitante a Hugo Chávez y que forman el andamiaje de la dictadura (y no puede ser coincidencia que esos años coincidieran con una mudanza a Venezuela de Ramiro Valdés, alias “charco e’ sangre”) la institucionalidad legal venezolana continúa siendo democrática.
Si el objetivo de la oposición es mostrar esta realidad, no puede hablarse de “fin de la tregua”, como si a partir de hoy, la oposición fuera a hacer paros armados, cuando en realidad de lo que se habla es de la continuación del juicio de responsabilidad política contra Maduro (que no tiene validez jurídica, pero sí un gran peso simbólico) y de protestas de calle que han sido hasta ahora impecablemente pacíficas.
Pero la oposición, en el calor de la suspensión del referendo, se dejó llevar por sus voces más radicales y convocó a una “marcha a Miraflores”, que no solo hubiera terminado probablemente en una masacre (suicida para la oposición, sin armas, como ya aclaramos), sino en una inmensa frustración: si su único resultado dependía de la violencia que pudiera aplicársele a ella misma, ¿era moralmente lícito convocar a la ciudadanía al matadero?
Martin Luther King obtuvo grandes réditos de obligar a la supremacía blanca a la violencia contra los ciudadanos negros, en Estados Unidos en los sesenta, pero estaba sometida a la opinión pública y al escrutinio mundial de una manera que Maduro y sus secuaces probablemente jamás sentirán, por no decir que el liderazgo mayoritario en Estados Unidos estaba de acuerdo con el reverendo y no con el racismo, y tenía unos resortes morales que han brillado por su ausencia en 17 años de chavismo.
¿Cuáles son las opciones?
Obviamente, la oposición venezolana no podrá permanecer en el diálogo, pero tampoco podrá abandonarlo por completo. Está claro que sin la presión de la calle, Maduro (quien al sol de hoy parece pensar que la tempestad ha pasado y tiene el camino abierto, cosa que está muy lejos de ser verdad, pero él es así de irresponsable) no cederá ni un ápice, no liberará a un solo preso político, y le importa un pepino que el Vaticano se sienta defraudado de su actitud.
En Miraflores no hay un presidente: hay un aferrado, que da la cara por un grupo que sabe que sin el poder su destino es la cárcel, y en muchos casos, incluso, una cárcel de verdad, fuera de Venezuela.
La oposición, sin embargo, no podrá retirarse por completo del diálogo, porque esto significaría perder apoyos valiosísimos, sobre todo internacionalmente, y porque ya canceló la factura del costo político de sentarse. Pero tiene que encontrar las maneras de mantener una presión política que obligue al régimen venezolano a hacer concesiones, y en virtud de cada una de esas concesiones volver a la mesa.
Muy probablemente eso sea lo que veamos este fin de semana, salvo dos imponderables que no lo son tanto: uno es que el Gobierno empiece a diferir con excusas baladíes los encuentros (algo que suele hacer para ganar tiempo); otro es que salga con un ofrecimiento no incluido en la lista original, que a la oposición encuentre muy difícil de rechazar, pero que tampoco sea significativo (lo de elegir entre las dos miserias). Hay algo que sí es un gigantesco imponderable, y este servidor no lo ve: que Maduro (o Diosdado Cabello, quien parece haber tomado el control del Gobierno, en realidad) haga concesiones sinceras.
En este momento delicado, las formas son importantes. Igualmente importante es que la dirigencia opositora se comunique con franqueza con su público. Buena parte de lo que ha hecho tan impopular el diálogo han sido las trancas y barrancas con las que ha sido asumido: bástese recordar a los dirigentes desmarcándose en la primera reunión, mientras dejaban solo con el costo del encuentro a Jesús Torrealba.
También es importante que la oposición acompañe en la agenda social: el país está a punto de estallar, y esta vez no es literal. Maduro ha intentado adelantar un mes la Navidad, sin darse cuenta de que el primero de diciembre, los venezolanos que laboran en el sector público se encontrarán en la “cuesta de enero” pero aún con todas las fiestas por delante; que la inflación se está acelerando nuevamente luego de, esta sí, una tregua; y que en resumidas cuentas, en Venezuela ya nadie puede vivir de su trabajo, y ya no quedan ahorros que gastar para casi nadie. La cantidad de letreros de “se vende” en los vehículos, en estos días, da cuenta de ese estado de cosas.
Pero ese es objeto de otro análisis, y al nos referiremos luego de lo que pase este fin de semana en el que, sospecho, la oposición va a estar presente en las mesas, a la espera, para que quede claro que no es ella la que se retira del diálogo, sino que es infructuoso dialogar con comunistas.