Cuando Orwell le regaló 1984 al mundo como majestuosa advertencia, el comunismo ya llevaba un tiempo en la construcción de un neolenguaje, un andamiaje verbal que sustituyera a lo que veían los ojos de quienes tenían la desdicha de vivir en la Unión Soviética.
En el segundo y el tercero de Los Once principios de la propaganda nazi (el fascismo y el comunismo eran primos mucho más cercanos de lo que hoy se cree, y compartían un odio: el que sentían por la democracia liberal), Joseph Goebbels recomendaba: 2) reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo; y 3) cargar en el adversario los propios errores y defectos, respondiendo el ataque con el ataque.
El régimen de Maduro, que es comunista y que está tan alejado de la democracia como aquellos de los años 30, ha construido con su neolengua (y su hegemonía comunicacional) un statu quo en el que los que lo padecemos llegamos a veces a pensar si vivimos en un mundo paralelo, aunque para cualquiera que vea alguno de los coprofágicos medios del Estado, del Gobierno o de la boliburguesía y luego salga a la calle, está claro que la realidad paralela es la que se construye desde la propaganda.
Pero el chavismo tiene una virtud: su honestidad intelectual (no se rían todavía). Avisa siempre, aunque sea entre líneas, lo que va a hacer; y la reacción inicial de los ciudadanos es la estupefacción (“ni de vaina va a poder”).
Cuando Chávez dijo que íbamos a hacer trueque, no le creímos; cuando Maduro, su copia desmejorada y aumentada (en tamaño, inepcia, resentimiento y crueldad) nos afirmó que en Venezuela “no iba a haber elecciones hasta que la revolución pudiera ganarlas”, dijimos que no, que en este país había una Constitución y un cronograma electoral; para cumplir su palabra, Maduro se convirtió abiertamente en dictador y Tibisay Lucena y unos cuantos más se garantizaron (si Dios les da vida y algún día pierden el poder) que en sus destinos hay una celda.
El pasado 4 de mayo, en una de esas presentaciones televisivas que parecen ser su única actividad, acompañado del presidente del Tribunal Supremo de Justicia elegido ilegalmente, Maikel Moreno y varios de sus secuaces (perdón, magistrados); de Tarek William Saab, el también fraudulentamente electo fiscal general; y de Delcy Rodríguez, que como presidenta de la ilegalmente electa Asamblea Nacional Constituyente funge de maestra de ceremonias de la farsa en la que se ha convertido la institucionalidad en Venezuela, Maduro anunció que “hemos acordado un plan de lucha contra la corrupción y las mafias criminales de la economía que afectan al país”.
No es tan bueno como parece
Las declaraciones tuvieron sorprendente poco eco en un país donde casi cada palabra dicha desde el poder significa una desgracia. En principio, parece una buena noticia, ¿verdad?; un presidente dispuesto a luchar contra la corrupción con el resto de los poderes públicos.
Sin embargo, cualquier venezolano mayor de siete años de edad sabe que buena parte de las “mafias criminales de la economía que afectan al país” estaban en esa sala, mucho más, cuando la nota de AVN, la agencia de noticias oficial, reseña que en el evento participaron “Vladimir Padrino, vicepresidente sectorial de Soberanía Política, Seguridad y Paz; Luis Motta Domínguez, vicepresidente sectorial de Obras Públicas y Servicios; Ricardo Menéndez, vicepresidente sectorial de Planificación; Jorge Rodríguez, vicepresidente sectorial de Comunicación y Cultura; Aristóbulo Istúriz, vicepresidente sectorial para el Socialismo en lo Territorial, y Elías Jaua, vicepresidente sectorial para el Desarrollo Social y la Revolución de las Misiones”. Es decir, los encargados del reparto del país. No se menciona a Cilia Flores ni a Tareck El Aissami, pero se les da por descontados.
Lo que viene es represión
Cuando, el año pasado por estas fechas, Antonio Benavides Torres anunció la aplicación de la justicia militar contra los valientes jóvenes que se enfrentaban a la Guardia Nacional en las calles, mucha gente dijo: “no puede ser, la Constitución lo prohíbe”. Hoy, se sabe, son centenares los procesados por tribunales castrenses. Recién electo, Saab dijo “eso no se puede hacer”, como para dejar constancia, frunció la boquita y se olvidó del asunto.
Es obvio que las “mafias criminales”, para el grupo que se reparte el país y a sus ciudadanos y que se encontraba en esa sala, no es ninguno de ellos; de hecho, si estaban ahí era para asegurarse que ninguno de sus intereses fueran afectados.
A partir del 20 de mayo, Maduro, mucho más dictatorial, podrá considerar “mafia criminal” a Voluntad Popular o a Primero Justicia, acusarla de acaparar arroz y meter presos a sus diputados. De hecho, ya empezó con la intervención (sin basamentos en la ley, pues no tiene problemas financieros y la responsabilidad penal de sus directivos es individual) de Banesco, que es la obvia ejecución de una venganza de la que algunos personeros del chavismo habían anticipado durante una década.
Una hoja de parra que ya no tapa nada
¿Para qué necesita las elecciones Maduro, entonces? No es para lucir democrático, que no le importa en absoluto; es para tener la mascarada, junto con el resto del combo, para seguir jugando, como dirían en beisbol, “cuadro cerrado”. Como en todas las mafias, saben que la supervivencia consiste en mantenerse juntos, que fuera del poder los espera la cárcel o algo peor.
No debe ser fácil, desde luego, saber que tienes a Estados Unidos de enemigo, y a la Unión Europea esperando el desenlace de los próximos días para sumarse a una de las coaliciones más amplias contra un Gobierno que recuerda la historia contemporánea.
Eso es un poderoso acicate para la unión, para el efecto cardumen. Pongámoslo gráfico: si El Aissami pisa Cúcuta, va preso. Si Diosdado Cabello toma un avión desde Maiquetía que lo deje, por ejemplo, en Vanuatu, allí lo estará esperando la DEA.
Delatora reunión
Sin embargo, la propia reseña del evento citado nos da una idea de lo que es el régimen venezolano: en ningún país democrático del mundo se sientan juntos Fiscalía y el Tribunal Supremo, con militares y ministros. Y buena parte de que un país sea democrático o no radica en ello: son contrapoderes, se contrarrestan unos con otros; solo se reúnen en ocasión de una grave amenaza externa.
Pero nuevamente, nunca escuchamos a Luisa Estella Morales, expresidenta del Tribunal Supremo, decir en 2009 que ella no creía en la división de poderes, “porque eso debilita al Estado” (donde el Estado es puesto por encima del individuo no hay democracia), y firmando un convenio con el Tribunal Supremo de Justicia de Cuba (no es un chiste, existe, aunque como farsa, igual que el venezolano); tampoco escuchamos las múltiples veces que Chávez primero y Maduro hoy se han referido a la oposición venezolana como el enemigo interior.
Maduro, que lo único que sabe es de marxismo, se ha referido a Estados Unidos como un “tigre de papel”, emulando a Mao Tse Tung. Tiene razones para creerlo: Cuba, su marionetero y única referencia en la vida, ha resistido exitosamente el boxeo de sombra que han ejercido quince administraciones de Washington sobre los hermanos Castro. “Exitosamente” para los Castro, se entiende. Para los cubanos, como para los venezolanos, cada día de la existencia de estos regímenes ha significado la profundización de una tragedia.
El problema para Maduro es que llegado un momento, no hay neolenguaje que oculte lo que hace. Y cuando una coalición del tamaño de la que se ha armado contra el Gobierno venezolano (y no por comunista, sino por narcotráfico y terrorismo) se propone algo, normalmente lo logra. Y otro problema adicional es que el Gobierno estadounidense parece mucho más determinado que de costumbre a desembarazarse de algo que empieza a convertirse en su principal quebradero de cabeza.
Todo comenzará a dilucidarse a partir del 21 de mayo, para el cual, lamentablemente, llegamos con una oposición dividida, paralizada, en desbandada o debatiéndose sobre qué hacer. Es decir, completamente inhábil para motorizar el enorme descontento que produce la realidad, la peor enemiga de los asistentes a la reunión del 4 de mayo.