Pasa desde siempre: hay demasiados artistas que creen que la transgresión es arte. No hay sentido de estética, ni significado, ni trascendencia alguna: la transgresión en sí basta y sobra.
Estoy convencida que fue basándose en esta falaz premisa que Gustavo Cordera hizo las polémicas declaraciones que hoy conocemos muchos. Es decir, de cierta manera, le creo cuando insinúa que no cree realmente en las aberraciones que él mismo dijese. Le creo a Cordera. Lo que quería, como quieren muchos artistas, es violentar al público (creyendo tal vez que en la violencia radica la sensibilización) y despertar una polémica de la que lo único que él saca en limpio es que los demás mortales no entendemos a las mentes complejas de los abanderados del arte.
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En criollo rioplatense, Cordera quiso hacerse ver. Extraña quizás la atención y los flashes de otrora. Ser enterrado en el olvido no es alguien que nadie quiera.
Pero el caso Cordera se tornó digno de estudio al ver y leer las reacciones de ese público rabioso que al músico se le fue de las manos. Un público que demostró ser todo lo que dice repudiar, un público que fue más monstruoso que los dichos de Cordera.
La corrección política en la que estamos empapados me obliga a aclarar desde ya que repudio los dichos del excantante de la Bersuit Vergarabat; y sostengo que sus palabras no reflejan otra cosa que no sea su propia inmundicia espiritual.
También debo decir que no escribo estas líneas como escritora (no está en mis planes defender a ese grupo que conforman los artistas) ni como mujer. Escribo en tanto ser humano racional y amante de la libertad.
¿Merece Cordera la censura? ¿Merece cordera que amenacen a su hija, que nada tiene que ver con lo que a su padre – producto de la irracionalidad que lo caracteriza – se le antoje decir?
El progresismo espantado por las declaraciones del músico ha decidido que lo mejor que puede hacer al respecto es coartar libertades y, para asegurarse de que Cordera jamás vuelva a hablar libremente, amenazar a su hija de ser violada fue absolutamente necesario. Es así, después de todo, como siempre ha funcionado el progresismo ideológico: defendamos la libertad, siempre y cuando lo que tengas para decir quepa exactamente en mi sistema de valores y creencias. Y lo mismo aplica para la tolerancia. El progresismo no tolera ni respeta la idea ajena, aunque viva diciendo que sí lo hace.
La libertad, por supuesto, no funciona así. Y me asusta que en mi continente (y esto es válido desde Alaska a la Patagonia) se siga sin tener la más pálida idea de qué es la libertad, en qué consiste. La libertad no debe tener relación alguna con la capacidad de ofenderse del otro. Mi libertad reside en la capacidad de hacer y decir cuanto quiera en tanto no atente contra terceros. Y sí, puedo entender que muchos se sintieron “atentados”, pero ¿lo fueron realmente? ¿Entró Cordera a sus casas y los violó, o amenazó con violar a sus seres queridos? Cordera no hizo absolutamente nada de eso. A Cordera le dieron un micrófono y dijo una sarta de disparates, nada más. Los hechos objetivos son esos, no lo que yo pueda llegar a sentir. Cordera no tiene control alguno sobre el sentir de los ofendidos.
Entiendo, por supuesto, que las declaraciones del músico resultan violentas. Causan asco; me lo causó a mí cuando lo leí. Me lo sigue causando si lo vuelvo a leer: el típico macho alfa hablando de “las histéricas” y el sexo. No hubo ni un destello de originalidad en la polémica. ¿Pero no es acaso Cordera libre de decir lo que quiera, incluso en la inconsciencia, en el horror absoluto? Lo es. Y lo somos todos. La cosa va así: el artista, en su libertad, afirma cualquier cosa, y luego yo, en mi libertad, decido si lo consumo o no. Sin amenazas, sin censura: libertad para ambas partes.
Un mundo que no comprende la libertad, ni siquiera en un músico poco menos que retirado ¿qué puede exigir a su sistema político, a sus gobernantes? Un mundo que no comprende todo aquello que radica en el concepto de libertad, está condenado a ser pisoteado. Entender la libertad (o no) es un asunto mucho más serio y digno de atención de lo que se cree. Si Juan Pérez no ve diferencia alguna entre condenar los dichos de Cordera y condenar a Cordera y a toda su familia, probablemente Juan Pérez no sea un defensor acérrimo de la libertad. Juan Pérez quizás sea un tirano, un déspota en potencia.
Hace exactamente una semana llegaba a París y escuchaba, en casa de un amigo, a Serge Gainsbourg y su hija Charlotte (que al actuar con su padre tenía 12 años), cantar “Un zeste de citron”; poco menos que una oda a la pedofilia y al incesto. ¿Qué pasó en el París de los 80 ante tal provocación artística por parte de los Gainsbourg? En 1985, la canción llegó al puesto número dos de las tablas, donde permaneciera por cuatro semanas. Es, asimismo, uno de los singles más venidos de la historia de la música francesa. Hubo algún revuelo menor fuera de Francia; pero en Europa, en los 80, el público tenía mejor y mayor percepción del significado de libertad, y la ofensa era cosa de ignorantes. Entendían que Gainsbourg no hacía mal alguno al cantar una canción con su hija.
¿Podremos, en América (y reitero, América en su totalidad, incluyendo a Estados Unidos y a Canadá) algún día, amar a la libertad por lo que en realidad es y no por lo que queremos que sea? ¿O la tergiversaremos a antojo y conveniencia, hasta justificar a los Maduro, a los Castro? Repito: que la libertad sea una idea inimaginable es mucho, mucho más grave que un cantante diciendo sinsentidos en quién sabe qué estado.
El escritor español Arturo Pérez-Reverte dijo una vez “eso de que todas las ideas son respetables es una imbecilidad. Lo respetable es el derecho a expresarlas”.
Condeno los dichos de Gustavo Cordera, claro que sí. Pero yo, en mi respeto y amor hacia la libertad, sería incapaz de quitarle sus derechos más básicos. Quizás el progresismo latinoamericano no quiera, después de todo, criar seres libres. Ofenderse es fácil, es mucho más fácil.