Ganó Donald Trump y ahora todos aquellos medios que desestimaban una victoria del magnate de bienes raíces intentarán explicar qué pasó, como si una mano misteriosa e invisible – pero, por sobre todo, silenciosa – hubiese obrado de repente para tal fin.
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Lo cierto es que tanto público como prensa parecieran haber estado ausentes en una campaña que fue notoriamente perdida por Hillary Clinton y así lo venía anunciando hace ya meses. Las pistas estuvieron siempre allí, a la vista de todos, pero por progresimos baratos, por fanatismos o, en este caso en particular, por simple odio nadie quiso ver.
Donald Trump es el ganador de una contienda en la que Clinton fracasa, y ésto es algo que se debe comprender en su totalidad: es justamente porque Clinton se estalla contra una pared que Trump se fortalece. La victoria del “xenófobo sexista” es consecuencia del fracaso rotundo de una manipuladora con pocos escrúpulos.
Bastaba ver el acto final de Clinton, necesitando ayuda no de uno, sino de dos Obamas, y de un abanico de cualquier persona que haya gozado de cierta popularidad alguna vez en su vida. Hillary no es Michelle y ambas lo saben. Y Barack, con todos sus defectos, no es Hillary. Es más, para ser incluso más ilustrativos, Hillary ni siquiera es Bill.
Más allá de sus contradicciones, más allá de ser objeto de investigaciones del FBI, más allá del respaldo / complicidad de medio Wall Street, más allá de Libia, más allá de los e-mails, Hillary Rodham Clinton tiene el carisma de una cuchara oxidada, y ella está muy al tanto de ésto.
Pero Clinton insistió en obrar a pesar de la realidad, en contra de ella: dedicaba un buen porcentaje de tweets y publicaciones en Facebook para despotricar contra Trump, al punto de convertirse de todo aquello que criticaba del candidato republicano (agresiva, violenta, personal) y poco hacía referencia a qué pensaba hacer ante la eventualidad de llegar a la Casa Blanca y cómo.
En su desfile de superestrellas, apareció en algún momento Robert de Niro –como parte de la campaña #VoteYourFuture, de Clinton – diciéndole al mundo entero cuánto le gustaría golpear a Trump. A muchos le pareció divertido e ingenioso, pocos fueron los que se dieron cuenta de que el mítico actor –alentado por Hillary y compañía- al nivel del republicano, caía a ese lugar en el que el magnate sabe jugar: el agravio.
No muchos se escandalizaron cuando la demócrata insultó a lo que hoy sabemos es la mayoría del pueblo estadounidense al llamar a los votantes de Trump “deplorables” .
Y así, con todo lo mencionado, los medios y las encuestas no entienden por qué Hillary Clinton no está hoy celebrando una victoria. Las explicaciones rozan lo absurdo. Por ejemplo, y para caer en lo que es la falacia más predecible, Charlotte Alter, escritora de Time, llamó al mundo a través de su cuenta de Twitter a no olvidar cuánto la gente odia a las mujeres (“never forget: people hate women”) en un mensaje del que claramente se puede desprender que las mujeres no son gente o que las mujeres se odian a sí mismas. El sexismo era una de las posibles explicaciones para una derrota, la más fácil, la más a mano.
Otros dicen que ganó el enojo de Trump en una sociedad llena de odio y resentimientos, algo que podría ser potencialmente cierto, con algunos cambios importantísimos: ganó el enojo de un pueblo cansado de corrección política en una sociedad que no permite en los hechos pensar diferente, en la que la inclusión es una obligación, en la que decir “señoras y señores” puede ofender más de uno.
La victoria de Trump es la derrota del establishment, del status quo, del amiguismo con los grandes bancos. Los analistas políticos no lograron interpretar el hartazgo del estadounidense promedio y ahora están en medio de una histeria colectiva que no coopera en un momento en el que la unidad es esencial para un país. Es su sorpresa la que sorprende.
Si el Estado no fuese tan fuerte, si el gobierno no tuviese tantas potestades, si un presidente fuese un administrador y nada más, el fracaso de Clinton (y consecuentemente la victoria de Trump) no sería tan relevante.