En casi todos los países, lo que diré a continuación sería considerado no solo como un disparate, sino también poco menos que un sinsentido. Mi sentencia requerirá no solamente valor para escribirla sino asimismo para leer los poco amigables comentarios y etiquetas que seguro me llegarán. De todos modos, aquí va: no debería haber salario mínimo.
No, no tengo una empresa. Tampoco la tuvieron mis padres. No es, por lo tanto, mi objetivo explotar a nadie. Condeno fervientemente, vale agregar, la explotación física, intelectual y emocional de cualquier ser humano. Pero me mantengo en mi premisa: no debería haber salario mínimo.
De hecho, en algunos países no existe en absoluto. Y vamos, googléelo: a tales naciones no les va para nada mal.
Aun así, hágase esta pregunta ¿qué cree usted que pasaría si el salario mínimo fuese, de un mes para el otro, abolido? ¿Caos? ¿Malvados empresarios traerían de vuelta la esclavitud? ¿El trabajador intercambiaría su fuerza y tiempo por US$10 y tres kilogramos de patatas?
La respuesta es, plana y sencillamente, no.
Allá por 1987, el New York Times, aun con todos sus conocidísimos tintes progresistas, imprimía una de sus editoriales más polémicas: “El salario mínimo correcto: $0.00”.
El salario mínimo no garantiza, como muchos creen, que los trabajadores menos capacitados tengan un acceso asegurado a bienes básicos.
Si usted vive en América Latina o, me atrevería a decir, en cualquier punto del globo, sabe que esto es una mentira. El salario mínimo apenas cubre un alquiler modesto, transporte público diario y pobre alimentación.
En Uruguay, que tomaré como case study, el salario mínimo por 44 horas semanales es de unos US$500 según idas y venidas del dólar – y regulación vigente.
En Uruguay, ya está usted en posición de elegir: o casa modesta, o transporte público cinco días a la semana (representando casi un 10% de su sueldo) o pobre alimentación (la canasta familiar tiene un costo de 67.129 pesos, unos US$2.300). De hecho, para lo segundo, como bien podrá ver, ni siquiera le alcanza – y recordemos que el concepto de canasta básica se elabora con conveniente selectividad.
Luego, el ministro de Economía o presidente, según exija la necesidad de popularidad y exposición, anunciará — sonrisa incluida — que los sueldos subirán un 8%. Usted está contento; no es mucho, pero es algo.
Los diarios dirán luego que el uruguayo promedio jamás gozó de salarios tan altos. Y será técnicamente cierto.
Pero aquí está el truco: un salario más alto no es sinónimo de mayor poder adquisitivo. Usted cobra un 8% más, sí, pero el gas, la electricidad y el agua potable registraron un aumento del 7,5% – también a modo de ejemplo, consulte sobre el reciente “tarifazo” en el país de estudio, que hasta un diputado oficialista denunció.
En los hechos, su salario aumentó sólo un 0,5%. Es decir, todo lo que dice asegurar la existencia de un salario mínimo no es asegurado en la realidad.
Pero hay más. La existencia de un salario mínimo no afecta a los ricos: afecta a los pobres.
Imagínese que usted es empresario. Desde su compañía, tiene planeado contratar a 80 empleados, cada uno con distintas tareas y horas de servicio, destinando unos hipotéticos US$150.000 para ello.
El Estado, de repente, le dice que no podrá contratar a nadie por menos de US$1.800. Usted ya no podrá contratar a estas 80 personas. Ya no podrá generar empleo. Habrá todo un grupo de potenciales trabajadores (10, 20, 30 según sus necesidades) que deberá permanecer en lista de desocupados.
Por otro lado, si usted deberá pagar US$1.800 por trabajador, querrá que al menos tengan algún tipo de estudios o habilidades. Es decir, si debe renunciar, debido a caprichos estatales, a tener 80 empleados, querrá que los 60 que sí empleó sean los mejores candidatos.
En otras palabras, el salario mínimo afecta a los trabajadores menos capacitados. Los más educados seguirán siendo favorecidos.
¿No conoce acaso usted a alguien que le haya dicho “a mí no me contrata nadie”? Todo el mundo tiene algo para ofrecer, pero la ley de salario mínimo no permite al empleador hacer contratos a diestra y siniestra.
Las empresas necesitan empleados. Eso es un hecho. Algunas más, algunas menos. Muchas cada vez menos, es cierto, pero el trabajador es un bien necesario.
En ausencia de salarios mínimos, el trabajador tendrá la libertad real de ir donde mejor le paguen – reitero, todas las empresas necesitan empleados, y estas competirán entre sí para formar un personal pujante y comprometido.
Contrariamente a lo que el Estado nos pretende hacer creer, el mercado se autoregula. Y cualquier autoregulación que provenga del mismo mercado tiene grandes chances de ser mejor que aquella que provenga de burócratas con sueldos estratosféricos y con un casi nulo contacto con la realidad.