
Que nuestra capacidad de indignación está muy limitada a catástrofes y siniestros en determinados puntos del globo no es novedad. Lo que quizás sí cueste asumir es que somos dominados por el contenido cuidadosamente seleccionado de la mayoría de los medios.
No hablo de fake news ni mucho menos de rebuscadas teorías de conspiración judeo-masónicas. Me refiero a un fenómeno más habitual y tan asimilado que resulta casi imposible ponerlo en tela de juicio, y es la excesiva corrección política.
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En esta corrección política hay una diva indiscutible: la raza, o, más concretamente, el color de piel –las diferencias existen–. Estos medios nos cuentan cómo el macho blanco es privilegiado (por ser macho y blanco) sobre cualquier otro macho humano y, por supuesto, por sobre cualquier mujer.
El racismo, según estos mismos medios, solo es el resultado del desprecio del blanco hacia el negro, del blanco hacia el latino, del blanco hacia el semita, del blanco hacia el asiático. La inversa es, en la mayoría de los casos, inconcebible, y en las pocas ocasiones en las que sí se admite, se justifica rápidamente con un gastado “es una reacción a décadas de abuso”.
Sudáfrica ha sido casi ininterrumpidamente testigo de crueles disputas raciales que marcaron al mundo entero. La creencia de que en el país africano reina la paz, el amor y la tolerancia en la era pos-Mandela suele estar extendidísima –pero no por eso deja de ser creencia y pasa a ser realidad–.
Lo cierto es que hoy Sudáfrica está al borde de una guerra racial de la que los muchos medios no hacen eco. En efecto, el presidente sudafricano Jacob Zuma realizó un llamado para modificar la constitución de manera tal que permita a la ciudadanía negra apropiarse de las tierras que posean los sudafricanos blancos sin compensación de ningún tipo. La intención es la absoluta confiscación de bienes de los “matones holandeses” para establecer así “patrones pre-coloniales”.
La idea no germinó de modo exclusivo en la mente de Zuma. De hecho, se suma a las de su rival político Julius Malema, quien afirmó a principios de marzo que “los negros, todos nosotros, debemos unirnos para cambiar la constitución y así poder expropiar tierra sin compensación”. “No hay blanco que lo entienda”, agregó.
Zuma, por su parte, dijo que “ahora es tiempo de acción”, y que “el tiempo de hablar, escribir y hacer análisis” se ha ya acabado.
Quizás sea necesario cierta perspectiva para tomar conciencia de la gravedad del asunto. Imagine que Donald Trump hiciera idéntica proposición referente a la propiedad de los latinos que residan en Estados Unidos. O, peor aún –como es el caso de Sudáfrica– no con simples residentes, sino con personas nacidas en Estados Unidos y cuyos padres también nacieron en suelo americano.
Tal es la propuesta de Jacob Zuma, y nadie grita en redes sociales, nadie se indigna u ofende. Nuestros parámetros para decidir qué está mal y qué no (o cuándo es racismo y cu+ando no) son –o están– increíblemente retorcidos.
Zuma (que pertenece, sin mayores sorpresas, al Partido Comunista Sudafricano) ha participado ya en actos racistas. Basta recordarlo en 2012, cuando ya era presidente de la nación, entonando cánticos que invitan a matar a los blancos.
Marine Le Pen y Geert Wilders son bebés de pecho comparados con tal figura. Sin embargo, es su racismo el que trasciende fronteras, el que horroriza, el que llega a la televisión.
De más está decir que el mal de unos no atenúa el mal de otros, y que cualquier forma de racismo es condenable. Y justamente porque es condenable merece siempre el más eufórico de los rechazos, sin excepción alguna. Saltear casos a conveniencia es de imperdonable inmoralidad.
Los hechos en Sudáfrica no deben ignorarse por su calidad de inusuales, o en pos de alimentar revanchas inconducentes. Hasta que no aprendamos que toda manifestación de violencia por motivos de origen, raza, clase o sexo es repugnante, no seremos moralmente capaces de levantar el dedo cuando un evento aislado nos exaspere.
La ausencia de racismo empieza por la ausencia de hipocresía.