El ministro de Economía y Finanzas uruguayo, Danilo Astori, intenta ubicar toda la atención de medios y público general en el supuesto crecimiento económico que el país ostenta. Sin embargo, incluso a él le ha sido imposible no admitir que el desempleo no hace más que crecer –y que la situación es por demás preocupante–.
Por al menos una vez en nuestra existencia los uruguayos tenemos la obligación no solo de revertir los guarismos desfavorables, sino también de brindar un análisis profundo y serio al porqué de nuestra realidad; caso contrario, terminaremos aplicando las mismas medidas paliativas e irresponsablemente cortoplacistas que hemos aplicado siempre.
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¿Cómo llegamos a este punto? ¿Cuánto ha alimentado la izquierda a este monstruo insaciable? ¿Qué debemos inferir de lo que pasa en el mundo? Si países históricamente intervencionistas y reguladores como Francia y Brasil avanzan hacia la flexibilización laboral, ¿por qué sigue siendo Uruguay rehén de caprichos y demandas de sindicatos que nada tienen que ver con los intereses de los trabajadores?
Uruguay está en vías de perder competitividad, y solo algunos oídos parecieran hacerse eco de la gravedad del contexto actual y sus implicaciones para el futuro.
La primera medida a tomar es quizás la más difícil, y consiste simplemente en despojarnos de lentes ideológicos a la hora de analizar la presente coyuntura; dejar de entender al trabajador como explotado y al empresario como explotador.
Los viejos discursos de la izquierda no hacen más que minar el único camino hacia la solución. El trabajador (o “el obrero”, siempre presente en aburridísimos y gastados panfletos sindicalistas) no es un niño indefenso que necesite protección externa o, caso contrario, morirá en las fauces de los creadores de empleo. Las regulaciones que aseguran protegerlo no hacen más que limitar sus posibilidades –y sus ganancias–.
Si al Estado realmente le importa el trabajador, debe empoderarlo; y para empoderarlo es menester liberarlo. Existe una falsa creencia de que las regulaciones laborales afectan solo al empresario; que es este el que queda atado de pies y manos imposibilitado de hacer cuanto le plazca, cuando de hecho, es el trabajador el verdadero perdedor de tales maniobras.
En Uruguay, solamente en lo que va de septiembre, dos de los medios más importantes a nivel nacional han cubierto la posibilidad de la flexibilización, lo que puede ser eventualmente una luz al final del túnel a la hora de cambiar el enfoque de la opinión pública. Tanto El País con su artículo “¿El Salario Mínimo Nacional es el culpable de la baja de empleo?” (Bafico – Michelin) como El Observador con “¿Es inflexible la regulación laboral en Uruguay?” (Maximiliano Montuatti) intentan por fin comenzar a esbozar los posibles disparadores de una realidad que no hace más que acentuarse. Independientemente de las conclusiones o implicaciones de cada una de las respectivas piezas de análisis, es innegablemente positivo que los uruguayos, naturalmente conservadores, cuestionemos de una buena vez las regulaciones en pos de la libertad.
Cuando el Estado impide que empleado y empleador lleguen a acuerdos bilaterales que sean beneficiosos para ambos, lo que hace en realidad es coartar las libertades del trabajador de satisfacer sus propias necesidades.
El salario mínimo no asegura tampoco al trabajador una vida decente. Basta con vivir en Uruguay para corroborar mis afirmaciones; no hay uruguayo que pueda pagar un alquiler, cubrir servicios y comer todos los días con menos de USD $500 mensuales. Uruguay necesita de manera urgente comprender por qué las economías más sólidas del mundo no tienen legislaciones claras en lo que a salarios refiere.
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El miedo a la libertad es contraproducente a nuestros intereses, tanto individuales como colectivos. Después de más de un siglo escuchando quimeras sobre viles explotadores, debemos aceptar la idea que el mundo está cambiando y va en direcciones impredecibles que no nos es posible entender aún. Hoy más que nunca hay que estar del lado de la libertad.
Como la historia demuestra, la libertad es poder; la libertad es posibilidad.