Las reacciones a la cuarta victoria consecutiva de Angela Merkel en Alemania el pasado domingo 24 de setiembre estuvieron cargadas de alivio para muchos, de descontento para otros y de absoluta incomprensión por parte de un público lejano y ajeno a la realidad alemana.
No fueron pocos los que cuestionaron no solo al sistema electoral alemán, sino también a la prensa internacional, por no tildar a Merkel de dictadora, como sí se hace con Nicolás Maduro o los Castro. A muchos la mera comparación le puede parecer irrisoria, pero el domingo, durante la elección, fue un debate real en las distintas redes sociales.
Por supuesto que la continuidad en el poder de una misma fuerza política no es algo deseable en ningún país del mundo, sin importar sus niveles de desarrollo o calidad de vida. Un claro abanico político que alterne períodos de Gobierno es un síntoma de madurez y salud democrática e institucional. Ahora bien, la reelección (o reelecciones, como en caso alemán) no es sinónimo de totalitarismo, ni mucho menos de ausencia de democracia.
Estados Unidos, una de las democracias más sólidas del mundo, se ha debatido históricamente entre dos únicos partidos que a veces ni siquiera parecerían distanciarse tanto entre sí –al punto de que su actual presidente, Donald Trump, fue demócrata, luego republicano, más tarde demócrata nuevamente (en el período 2001-2008) y finalmente, republicano una vez más–.
Para entender la victoria de Angela Merkel en Alemania hay que tener al menos cierto conocimiento de la mentalidad teutona y de Alemania en sí.
Los alemanes, siempre más prácticos que idealistas, no suelen cambiar lo que funciona. Y para la mayoría de los alemanes, Merkel significa más beneficio que perjuicio.
Actualmente, Alemania presenta un superávit de 18.300 millones de euros (hoy, el más alto del mundo) que equivale al 1,1 % de su PBI. Más allá de la incomodidad que tales guarismos representen para la comunidad internacional (desde Trump al FMI han solicitado a Alemania reducir el superávit derivado en desequilibrio económico), los teutones sí leen estos resultados como, al menos, favorables.
Por otra parte, Merkel tiene un gran talento (moralmente cuestionable, es cierto) para adaptar su discurso a sus necesidades políticas. Pasó de rechazar el abandono de energía nuclear a alentarlo (y acelerarlo), de estar en contra del matrimonio homosexual a facilitar su legalización y de afirmar que Alemania no podría lidiar con más refugiados a otorgar asilo. No es que el discurso de Angela Merkel sea flexible, sino que la canciller se maneja con numerosos discursos.
Independientemente del juicio de valor que el público internacional pueda hacer sobre los repentinos y convenientes cambios de opinión de Merkel, es necesario aceptar que ha encontrado siempre una forma de ganarse a los alemanes, incluso cuando parecía haberlos perdido.
Entre los varios análisis que se han realizado sobre las elecciones germanas, son muchos quienes afirman que la gran victoria del domingo no pertenece a la CDU, partido oficialista, sino a la AfD, o derecha extrema, que pasó el 12 % de los votos y regresa al parlamento luego de más de medio siglo.
Si bien es verdadero que la AfD será el tercer partido con más asientos en el Bundestag, la conclusión es un tanto apresurada. La extrema derecha nunca dura como bloque en el parlamento alemán; se fractura antes de dar pelea. Y esta vez, a menos de 24 horas de las elecciones, la AfD no fue la excepción.
Frauke Petry, la cara más visible y carismática de la AfD, renunció ayer a su asiento parlamentario apenas se hizo pública su “victoria”, para sorpresa de todos sus correligionarios, quienes reprocharon la indiscreción de Petry. Luego del dramático anuncio, Petry se retiró de la sala de conferencia. Es fácil concluir que la AfD estaba ya presentando importantes diferencias internas por liderazgos
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La AfD será una tercera fuerza legítima si logra aumentar su número de asientos al menos tres elecciones consecutivas. Hasta entonces, lo de la AfD es una mera sintomatología de descontento como las que pululan en Europa. Esto no significa que su existencia no merezca análisis o reflexión, sino que simplemente no merece exageración.
Por lo pronto, Angela Merkel seguiría siendo una de las figuras políticas más poderosas del mundo. La Constitución de su país así se lo permite –de hecho, no hay límites–. Merkel no modificó ningún artículo para estar donde está hoy por cuarta vez consecutiva. Compararla con un Maduro o con un Castro es, más que un disparate, un acto de ignorancia infinita.