Llegué a Barcelona el 20 de noviembre de 2014, donde me quedaría menos de una semana antes de continuar un viaje por Europa. Me hospedó un familiar lejano, en cuya casa solo se hablaba catalán. Su madre, una nonagenaria, recuerda hasta el mínimo detalle de aquella tarde en la que, solo por hablar el que ella considera su idioma, un soldado intentó golpearla –el franquismo había hecho del catalán una de muchas ilegalidades–.
Las banderas catalanas decoraban la mayoría de los balcones en Barcelona, Tarragona, Girona y varias localidades de menor población. Grafitis independentistas mancillaban los muros. Hacía menos de dos semanas (el 9 de noviembre) se había llevado a cabo una consulta popular con el objetivo de conocer la postura de los ciudadanos (catalanes, claro está) con respecto a una posible independencia. “¿Quiere que Cataluña sea un Estado?” preguntaban las boletas. “En caso afirmativo, ¿quiere que este Estado sea independiente?”, proseguía.
Desde Madrid, el Gobierno central ya había comunicado que, cualquiera fuera el resultado, sería declarado inconstitucional. El Estado español regulará, según la Constitución, los distintos tipos de referéndum, entre ellos, las consultas autonómicas. En tal contexto, de poco sirve agregar que casi un 81 % de los votantes optaron por el “sí” a ambas preguntas.
Las razones por las que Cataluña quiere independizarse de España son bien conocidas. Pero más allá de la identidad (lengua, costumbres, etcétera), de los motivos económicos (Cataluña es una de las zonas más prósperas de España, por lo que se siente “exprimida” por el Gobierno central) y de los sentimientos antimonárquicos, se esconden oscuras ideas de supremacía racial catalana sobre el pueblo español.
Al respecto, el expresidente de la Generalidad de Cataluña, Artur Mas (inhabilitado para cargo público por desobediencia en marzo de este año) explicó en 2012 las “diferencias genéticas y culturales” entre catalanes y españoles: “quizás el ADN cultural catalán está mezclado con nuestra larga pertenencia al mundo franco-germánico. En definitiva, Cataluña, doce siglos atrás, pertenecía a la marca hispánica y la capital era Aquisgrán, el corazón del imperio de Carlomagno. Algo debe de quedar en nuestro ADN, porque los catalanes tenemos un cordón umbilical que nos hace más germánicos y menos romanos”.
El antiespañolismo de una minoría catalana, que es el principal motor del movimiento secesionista que tiene de rehén a un pueblo entero, no pregona meramente ideales de libertad e independencia. De hecho, se ha ocupado arduamente en sembrar odios con fines específicos que se vieron reflejados en la represión del pasado domingo.
Los separatistas sostienen que la Constitución española de 1978 excluye y “discrimina” al pueblo catalán, cuando en realidad Cataluña fue, junto a Andalucía, la comunidad que más respaldó dicha Constitución. Esa misma Constitución sostiene que los dos referéndums pasados son lisa y llanamente ilegales, puesto que no respetan el marco legal estipulado para llevar a cabo consultas populares.
¿Y qué sucede con el casi 81 % de los catalanes que se inclinaron por el “sí” en noviembre de 2014, o con el supuesto 90 % que optó por la independencia el domingo 1 de octubre? ¿Quieren los catalanes realmente separarse de España? En un contexto que se aleja de las condiciones necesarias para validar una consulta popular, es difícil afirmar que los votos son legítimos. En 2014 se supo que muchos residentes participaron en las elecciones, algunos absolutamente inhabilitados. El domingo en la noche se hizo viral una foto de un votante que se acercó a las urnas cuatro veces.
La violencia que se desató el pasado domingo es bienvenida por la cúpula separatista catalana. Sabían que esto sucedería, y lo dejaron suceder. En ellos cae tanta responsabilidad como en Mariano Rajoy, que actuó de manera coherente a su ya conocida cobardía e inacción.
El Gobierno central tenía opciones; entre ellas la usada en 2014: simplemente desconocer los resultados. La violencia es exactamente lo que los secesionistas necesitaban mostrar al mundo. Rajoy terminó siendo el sponsor inesperado de la independencia catalana.
El domingo fue un día triste. La crisis sociopolítica de España se hizo (más) evidente. Como suele suceder, los que derramaron su sangre fueron los ciudadanos de a pie, embelecados por discursos que no apelan nunca a la razón. Tales son las consecuencias de dejar la libertad en manos de los gobiernos.