Tres años han pasado ya desde que el fundamentalismo (islámico, en este caso) intentara callar la libertad, como si se tratase de un interruptor que responde a caprichos pasajeros de intereses siniestros. Tres años han pasado ya de la masacre que dejó doce muertos en la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo.
Los eventos de aquel nefasto 7 de enero de 2015 no deben ser simplemente recordados en su fecha. La vida de sus víctimas deben ser, por supuesto, celebradas por siempre, desde el afecto, la conmiseración y el agradecimiento.
No obstante, el tiroteo de Charlie Hebdo trasciende incluso a sus víctimas. El ataque a la revista no fue dirigido a artistas gráficos – ni a París o Francia, si vamos a los hechos. Tal acto de cobardía (no hay heroísmo alguno en el asesinato) fue un ataque a la libertad; y no sólo a la de expresión, sino a la libertad en sí – la libertad no puede cortarse en pedacitos para escoger luego el más conveniente: se está a favor de la libertad, o se está en contra.
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Muchos expertos han intentado explicar el por qué de la masacre. Historiadores, sociólogos, teólogos, politólogos y periodistas han pretendido buscar el “más allá” de los tiroteos, como si tal cosa existiese. Presentan, en consecuencia, teorías varias: desde la participación francesa en Siria, Afganistán e Irak hasta la naturaleza misma de Charlie Hebdo. Colgados del “algo habrán hecho”, son muchos los intelectuales que buscan excusar al terror. “Bombardeamos sus países”, alegan. “Charlie Hebdo es por demás provocadora”, aseguran
Los que siguen la primera línea de razonamiento, parecieran ignorar que el país de los atacantes era Francia, allí nacieron y crecieron. Eran hijos de inmigrantes, sí, pero eran plenamente franceses.
Los que prefieren la segunda excusa, no entienden el significado de “sátira”. Charlie Hebdo da duro y parejo a todas las religiones y a todos los grupos sociales o ideológicos habidos y por haber. No podemos insistir en justificar lo injustificable. No hay nada, ni una sola razón, que explique los eventos de aquel 7 de enero, tres años atrás.
A mí no me gusta Charlie Hebdo. ¿Qué hago, en tanto amante de la libertad y portadora de los valores del humanismo occidental? Pues bien, no la consumo. Jamás, al igual que a la inmensa mayoría de nosotros, se me ocurriría censurarla o regularla. Esas son las formas del fascismo, otro viejo enemigo de la libertad.
El fundamentalismo es una corriente intransigente que esconde odio e ignorancia. Y si hay algo que los tiranos detestan y rechazan con toda su vehemencia es la libertad. La libertad los asusta porque los encoge, los minimiza. En las antípodas del fundamentalismo, es ahí donde se encuentra la libertad.
Ahora bien, sería un error colosal pensar que sólo el extremismo islámico busca callar periodistas, escritores o caricaturistas. Vivimos rodeados de extremismos, al punto que muchos ya no saben identificarlos.
Detrás de cualquier intento de regular los discursos, la televisión, la radio o la literatura, hay fundamentalismo. Bajo consignas débiles como la ofensa, la misoginia o el racismo, se censura todos los días.
La ofensa, bien lo saben los seres racionales, es un sentimiento, no un motivo.
Ya se ha modificado el final de la magnífica ópera Carmen, de Georges Bizet, puesto que no se debería aplaudir de pie el asesinato de una mujer. En varias escuelas de Mississippi, “Matar un ruiseñor”, obra sublime de Harper Lee, fue retirada de la lista de textos recomendados porque “su lenguaje incomoda a muchas personas”. Hemos llegado a un momento en el que un objeto inanimado adquiere mágicamente la capacidad de herir nuestros sentimientos. “Papá, papá, el arte está diciendo cosas feas”, lloramos ante nuestros gobiernos.
Y es así como comienza la tiranía del extremismo: despacio y en nombre de lo que es justo. Es así que día a día somos víctimas del fundamentalismo, dejando que regulen o censuren en nuestro nombre.
En redes sociales, se conmemoró el tercer aniversario de los ataques a Charlie Hebdo con el emblema “toujours Charlie”. “Toujours” es un adverbio que significa tanto “todavía” como “siempre”, en referencia al ya tristemente icónico “Je suis Charlie”: “soy (todavía) Charlie, soy (siempre) Charlie”.
Siempre Libertad. Todavía Libertad.