A los uruguayos no nos une simplemente la tierra que nos vio nacer; compartimos las mismas tradiciones, tenemos los mismos sueños y padecemos las mismas pesadillas y miedos.
Este pequeño país sudamericano fue por décadas un país modelo, un país excepción, una isla liberal en un continente hundido en la miseria, la inseguridad y el narcotráfico.
Uruguay ya no es el que era y eso nos duele en el orgullo, algo que los uruguayos quizás tengamos en demasía. Es por amor a Uruguay que no debemos permitir que nuestra mente se obnubile con excusas y panfletos ideológicos rebuscados que viven de esconder la realidad y explotar la mentira.
Uruguay, sin vueltas, se convirtió en un país de balas perdidas. El pasado miércoles 14 de marzo, un niño de 12 años fue herido en el pecho por lo que se supone fue un enfrentamiento entre bandas. El chico, que jugaba con un primo en el momento del impacto, se encuentra en Cuidados Intensivos del Hospital Pereira Rossell en situación “estable pero grave”.
Cinco días después, un turista brasileño murió por idéntico motivo: una bala perdida durante un tiroteo entre la policía y unos delincuentes, dio en su pierna y se desangró. Aunque fue trasladado de inmediato a un reconocido centro hospitalario de la capital uruguaya, no había ya nada para hacer.
El oficialismo, que siempre jura “reconocer la gravedad” de todos los casos, intenta casi sin excepciones minimizar cada uno de estos siniestros. En el frustrado intento, afirma que no estamos tan mal, comparándonos infaliblemente con países de coyuntura casi apocalíptica. Al gobierno nunca se le ocurre compararnos con Suiza o Noruega.
Los dos hechos transcurrieron en barrios de realidades muy distintas.
El primero, en Casavalle, una zona extremadamente comprometida a la que, se rumorea, la mismísima policía evita ir. Se cree que la destinataria original de la bala era una mujer que se encontraba en las cercanías de la escuela frente a la cual jugaba el niño, y que ésta estaría implicada en una disputa por drogas. Al menos así lo dio a entender el director de Información Táctica de la Jefatura de Policía de Montevideo, Pablo Lotito, en declaraciones para el portal uruguayo ECOS.
En contraposición, el turista brasileño falleció en Pocitos, uno de los barrios más exclusivos de Montevideo. Se hospedaba junto a su familia en el edificio por el cual unos delincuentes que acababan de rapiñar un autoservicio intentaban escapar. Se investigará de qué arma provino el disparo letal.
Esta antítesis geográfica deja en evidencia que en Uruguay ya no hay nadie a salvo no sólo de la “inseguridad directa”, sino que hasta balas perdidas pueden poner fin a la vida de los ciudadanos de a pie, algo que hace sólo veinte años hubiera parecido descabelladísimo. Habrá, por supuesto, quien califique a estos hechos de “aislados”, pero el ciudadano sabe que no es así.
Según FUNDAPRO (Fundación Propuestas) en 2018 se ha registrado un asesinato cada 21 horas en Uruguay. ¿Cómo nos pueden convencer de que ésto no es la regla, sino la excepción?
Hay que tomar medidas al respecto de manera urgente, y es necesario que el gobierno entienda que dichas medidas no son contra el mensajero, contra el instituto o periodista que relata los homicidios, sino contra los delincuentes. Si el gobierno no sabe qué hacer, algo que no es en sí negativo, bueno sería que lo admitiese y procurase la ayuda y consejo de la oposición y expertos en seguridad. Porque así, de afuera, parecería que no se quiere hacer nada.