Siempre conviene recordar lo que es el liberalismo; no sólo para refutar a los distintos colectivismos que infestan las mentes de nuestra generación – como lo vienen haciendo de manera sistemática desde el siglo XIX – sino también (sobre todo) para servir de guía a los que ya nos autodenominamos liberales – no vaya a ser que en medio de la agitación, nos encontremos compartiendo trinchera con los conservadores.
Resulta prudente explicar primero lo que el liberalismo no es, para evitar maliciosas tergiversaciones.
El liberalismo no es una ideología (entendida, según las ciencias sociales, como un “conjunto normativo de emociones, ideas y creencias colectivas que son compatibles entre sí”) sino una doctrina en su sentido más literal, una enseñanza a través de la cual se instruye a alguien. La definición (y por ende, distinción) es imperiosa puesto que la ideología deriva siempre en dogmas, incuestionables todos. Las distintas ideologías sostienen poseer una respuesta para cualquier problemática de la vida humana y todas sus manifestaciones: economía, política, psicología.
El liberalismo está absolutamente alejado de los tercos paradigmas ideológicos. El liberalismo no tiene una respuesta para todo, no lo sabe todo, y lo que es incluso más importante, no aspira a hacerlo. Los más notables liberales de la historia (Isaiah Berlin, Friedrich Hayek, Ortega y Gasset, Milton Friedman, Adam Smith, Murray Rothbard) han tenido serias dificultades para encontrar excesivos puntos de acuerdo. La diferencia, en el liberalismo, es siempre bienvenida.
Durante el siglo XIX, pulularon las teorías que proponían una sociedad “perfecta”, adoctrinada y obediente; que en su mayoría promovían al Estado como regulador todopoderoso, confiándole a éste el mercado, la educación de los individuos (que debían ser preparados para este cambio radical) y, a fin de cuentas, la misma libertad – reducida en su esencia. El Estado era el hacedor, no los hombres.
El liberalismo se distingue por su fe en la naturaleza humana; cree que el individuo puede crear en absoluta libertad y que los sujetos son capaces de elaborar sistemas que faciliten el comercio entre ellos y entre otros grupos, más allá de su raza, origen o credo. El liberalismo sostiene, y en esto no hay espacio para la negociación, que cada individuo sabe lo que es mejor para sí mismo.
Ahora bien, el liberalismo es un todo. Aquello de “liberal en lo económico, familia, patria y dios” bien podría ser un lema arrancado de manuales para dictadores y líderes que coquetean con el fascismo – basta recordar a Pinochet, en este caso. Su opuesto, “liberal en lo social, pero defensor del planeamiento centralizado” nos convertiría a todos en moderados – y casi sin excepción, fallidos – socialdemócratas. No se puede promulgar el liberalismo a medias.
Contrariamente a lo que las distintas corrientes marxistas se han encargado de propagar, el liberalismo rechaza al mercantilismo de la forma más enérgica. El mercantilismo usa las noblezas y beneficios del libre mercado – y en tantas ocasiones, se hace pasar por él – y se traduce en sobornos, corrupción, clientelismo y monopolio. Claro ejemplo de estas prácticas rastreras es prácticamente toda la década de los 1990 en América Latina, siendo el expresidente argentino Carlos Menem su principal (y más triste) expositor.
Por su inquebrantable confianza en el ser humano (y su respeto a ellos), el liberalismo no sugiere veredicto alguno ante temáticas delicadas, como lo es el aborto. No hay una “postura liberal” con respecto al mismo. La única objeción que hará un liberal concierne a la gratuidad del servicio: nada es gratis, independientemente de si el contribuyente se percata de ello o no.
El liberal está siempre en constante formación, y es capaz de poner sus propias ideas en tela de juicio. Tal práctica no amenaza su intelecto ni lastima su ego. Las certezas, después de todo, son propias de los dogmáticos.
Durante décadas, el liberalismo fue mancillado por colectivistas que no han sido lo suficientemente honestos como para admitir sus propios fracasos económicos, políticos y sociales. Hoy más que nunca, en una época en la que a las tiranías de siempre debemos sumar las manías totalitaristas de la corrección política y un supuesto “feminismo”, el liberalismo debe oficiar de guía hacia la luz al final del túnel. Ese es el desafío y deber de todos los liberales.