Como tantos uruguayos, pasé toda mi niñez y mi adolescencia creyendo vivir en un país excepcional (término usado en su sentido más literal); en una suerte de “isla republicana” del continente en la que, incluso en épocas de crisis, uno podía confiar en las instituciones. Uruguay tiene una profunda tradición democrática que ha ganado todo tipo de batallas, venciendo también a la década negra de la dictadura.
Al escribir estas líneas no pretendo caer en una burda idealización del pasado. Si hay algo que siempre he criticado de la “uruguayez” más extrema es su obsesión por la nostalgia, por mirar hacia atrás.
Uruguay no era el paraíso, pero ningún país lo es – no lo son Noruega y Suecia, con altos niveles de alcoholismo y depresión, no lo es Japón, donde la presión social por el éxito culmina en tantas ocasiones en suicidio, no lo es Suiza, que al igual que el resto de las naciones europeas debe, de manera urgente, encontrar la vía correcta para acelerar los procesos de integración de sus solicitantes de asilo. Es, tristemente, parte de la naturaleza humana ver el pasto más verde en el jardín del vecino.
Estas comparaciones pecan además de ingenuas: un país debe compararse siempre consigo mismo, no con otros – con diferente historia, con diferente tradición, con diferente cultura. Comparar es, por otro lado, jugar con un cuchillo de doble filo que está siempre en manos de políticos y figuras públicas sesgadas: si la comparación es con Somalia, todos seremos primer mundo – pero si la comparación es con Alemania, la autoestima nacional caerá por el subsuelo.
Esta introducción merecidamente extensa tiene por objetivo invitar a los uruguayos a evaluar el Uruguay de hace veinte años y al Uruguay de hoy de la manera más objetiva posible.
¿Cuándo en la historia de nuestra república ejemplar* tuvimos instituciones tan dañadas? ¿En qué otro momento – que no sea el actual- el Estado utilizó los recursos de sus entes para escrachar a sus ciudadanos? ¿En qué otro momento – que no sea el actual – las víctimas de la inseguridad – también sin precedentes- fueron señaladas como culpables de su infortunio? ¿En qué otro momento – que no sea el actual – hemos deseado, de manera colectiva, ingeniarnos para importar jueces brasileños?
El senador oficialista Leonardo de León, al igual que el expresidente Raúl Sendic, hizo uso inapropiado de las tarjetas corporativas mientras fuera, en primera instancia, director y luego presidente de ALUR (Alcoholes del Uruguay). Así lo entendió el fiscal de Crimen Organizado Luis Pacheco el pasado miércoles 2 de mayo.
Sin embargo, también decidió archivar la causa, argumentando que le “faltaban elementos” para procesar al mencionado senador, entre otras razones bastante rebuscadas, porque los montos eran “escasos”.
En otras palabras, un fiscal especializado en Crimen Organizado de la República nos está diciendo que usar dinero público para gastos personales o político-partidarios está bien, siempre y cuando se trate de poco dinero. El fiscal Luis Pacheco decidió, en pleno uso de sus habilidades intelectuales, relativizar la corrupción.
¿Hay acaso mayor prueba de que nuestras instituciones no son las que eran? ¿Hay acaso una noticia más alarmante? Pues sí, la hay, y es la indiferencia por parte de ciertos medios a la realidad, a todas estas señales de las que los uruguayos estamos siendo testigos y que, de repetirse, tendrán consecuencias gravísimas para la república.
No es una exageración de un puñado de alarmistas, es un hecho. Vamos mal: hemos negociado con lo inaceptable, cruzamos una línea de la cual no se vuelve. Y no sólo porque no tenemos un Sergio Moro, sino – siendo esto lo más alarmante – porque hemos perdido nuestra capacidad de asombro e indignación. Porque hemos perdido, asimismo, la memoria.
*Con la obvia excepción del período 1973 – 1985.