Para los defensores de la distribución de la riqueza, el dinero es una especie de torta: un enorme, delicioso, contante y sonante pastel de cumpleaños. Esta visión del dinero supone que si ofrezco un trozo generoso a mi abuelo, los demás comensales deberán contentarse con porciones más pequeñas – todo porque el nono tiene “demasiado”. Y esto es cierto – pero sólo para una torta.
En otras palabras, interpretar al dinero como algo tan finito y definitivo como un pastel es creer que los que tienen poco (o nada) enfrentan esa realidad sólo porque alguien tiene “más de lo que le corresponde”.
Según los “distribucionistas”, este problema (la desigualdad) se arregla de manera simple: cambiando al que parte y reparte el pastel. El repartidor seleccionado dará una porción de idénticas proporciones a cada comensal, sin reparar en que alguno pueda tener más hambre que otro, que haya alguien a dieta o algún diabético o alérgico al gluten. Más allá de las particularidades, necesidades y motivaciones de cada individuo, todos tendrán lo mismo y eso es lo que importa.
Ahora bien, el dinero no es una torta; no es definitivo. El dinero no es esa cantidad de líquido que hay y siempre hubo (dicho sea de paso, el dinero que manejamos a diario es una invención relativamente reciente y no es más que un papel sin valor real alguno); sino que el dinero se crea y se produce. Es decir, para que alguien tenga más dinero, no es necesario que alguien tenga menos.
Independientemente de lo que nos hayan dicho pegadizas canciones brasileñas de los 2000, el rico sí es más rico, pero también lo es el pobre. Vale subrayar aquí que si bien los ricos tienen más dinero, no nos referimos a la misma cantidad de ricos: hay más ricos hoy que en cualquier otro momento de la historia. Esto significa que hay más movilidad social; que un pobre puede convertirse en rico, algo impensable hace apenas generaciones.
Algún distraído – o algún malintencionado predicador de izquierda – podría creer que tales datos son irrelevantes, dado que la “injusticia” social es innegable: la brecha entre ricos y pobres es inmensa – y esto último es absolutamente cierto.
Lo que Piketty y sus seguidores no entienden – sea porque no quieren o porque no pueden- es que la desigualdad no es injusta. Pongámoslo de esta manera: Juan cobra determinado sueldo por cortar el césped y otros mantenimientos en jardinería en la casa de los Méndez. Pedro, también jardinero, cobra tres veces el sueldo de Juan. Hasta aquí, esto puede parecer injusto. Lo que nadie le dice es que Pedro trabaja ocho horas por día cuando Juan trabaja seis, y que Pedro hace el césped en la casa de los Gónzalez y en la de los Ramírez.
¿Sería justo que Juan y Pedro ganasen lo mismo? Por supuesto que no. Realizan el mismo trabajo, pero su dedicación hacia el mismo es diferente, sus motivaciones son distintas. Esto debe estar reflejado en sus salarios.
Esta simple conclusión – evidente – puede ser extrapolada a cientos de casos. El CEO de una empresa recibe un ingreso muy por encima de aquel de otros colaboradores porque sus responsabilidades también están a otro nivel.
Socialistas y comunistas insisten con la desigualdad porque no tiene idea de qué hacer para erradicar la pobreza. Sus políticas, en todo caso, la multiplicarán.
La izquierda está obsesionada con los que “tienen más”, es pilar esencial de su eterna prédica de castigar el esfuerzo y el mérito.
El pasado 1 de mayo, en el marco de los festejos por el Día de los Trabajadores, en Montevideo, los sindicatos afirmaron que “hay que rascar donde pique a los ricachones”. En su discurso (que supura odio y siembra revancha) la izquierda asegura que ella sí distribuirá el dinero de “los de arriba”, que ella sí sabrá cómo cortar y repartir la torta.
¿Y qué se hace una vez de distribuido el dinero? O lo que es incluso más importante ¿qué pasa una vez que el dinero se acaba? El dinero se produce, sí, pero donde su producción sea incentivada – algo que no sucede nunca bajo regímenes comunistas o socialistas.
No es casualidad que el plan de la izquierda en tales escenarios no sea jamás revelado: no hay un plan, no hay una línea de acción.
Siempre habrá desigualdad. Y lo cierto es que tal vez siempre haya pobreza, aunque los motivos sean complejos y de distinta naturaleza. Pero si el objetivo es disminuírla, la única solución que ha probado ser eficaz es liberar a los mercados, no obstaculizarlos ni castigarlos. Después de todo, si al dinero se lo produce, suena lógico permitir producir.