Hace unas semanas, la prensa uruguaya se hacía eco de la peculiar tarjeta de presentación del precandidato a la presidencia por el Partido Colorado, Ernesto Talvi, al declararse “progresista y liberal”.
No fueron pocos los “liberales” que resintieron esta definición, contradictoria en apariencia. Talvi y sus seguidores fueron acusados de caer en la tentación de las políticas “catch-all”, en la que se es todo y no se es nada dependiendo de las exigencias y necesidades de la realidad – y, sobre todo, del paladar ideológico del interlocutor de turno. “Damas y caballeros, estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros”, afirma la cita atribuida a Groucho Marx.
No obstante, el préstamo y posterior tergiversación de términos no es algo nuevo en el terreno de las ideas. Un fenómeno similar viene ocurriendo hace décadas con la locución “liberal”, usada por liberales, sí, pero también por socialdemócratas, socialistas y colectivistas de todo tipo y color.
Pareciera que bastase estar a favor del matrimonio homosexual para tildarse de liberal, cuando en realidad – y esto debería ser evidente – la defensa y promulgación de la libertad es infinitamente más amplia que la aprobación de tres o cuatro leyes de impacto social.
La miopía ideológica reinante exige que se vuelva una y otra vez al mismo principio: si impulso libertades sociales pero restrinjo libertades económicas, soy cualquier cosa, menos un liberal. La libertad es un absoluto que no se amputa ni descuartiza.
¿Y qué pasa con el progresismo? Tradicionalmente, el adjetivo “progresista” es asociado a la izquierda – muy particularmente a ese sector de la izquierda al que le avergüenza acoplarse sin tapujos a los ideales socialistas y se inventó un vocablo más amigable a los oídos del elector tímido o desconfiado.
El progresismo es, según Oxford (lamento la ausencia de una definición sólida por parte de la Real Academia Española), una doctrina que “defiende y busca el desarrollo y el progreso de la sociedad en todos los ámbitos y especialmente en el político-social”. Para Brian Wheeler, periodista político de la BBC, el progresismo trasciende los conceptos de “izquierda” y “derecha”, aunque se opone de lleno al conservadurismo, e implica siempre modernización.
En la época de Netflix, Spotify, Uber, Uber Eats y Amazon, sin embargo, es casi imposible no ser progresista, al menos en un sentido literal. Resulta entonces curioso, por decir lo mínimo, que el progresismo sea constantemente asociado a grupos que reniegan y resisten el progreso, que lo ven como un medio del imperialismo para lavar nuestros cerebros, tentarnos con el vicio del consumo y, de paso cañazo, dañar a “nuestros trabajadores”. Desde este punto de vista, un liberal tiene mucho más chances de ser “progresista” que un sindicalista o un comunista.
Si el progresismo no cae en el maniqueísmo derecha – izquierda y pondera el desarrollo social y económico de la sociedad por sobre cualquier otro aspecto; si la tecnología y la libertad le son esenciales, entonces no es tan disparatado ser simultáneamente progresista y liberal.
En otras palabras, si Hillary Clinton puede autodenominarse liberal, ¿por qué los liberales no podemos proclamarnos también progresistas? Después de todo – y esta es una ventaja que tenemos sobre Clinton – claramente ya lo somos.