Los simpatizantes de Jair Bolsonaro —es decir, conservadores que nada (o muy poco) tienen que ver con el liberalismo— festejaron el pasado domingo la aplastante victoria del candidato del Partido Social Liberal (PSL) ante sus rivales, destacándose Fernando Haddad en representación de Lula da Silva (PT) y Ciro Gomes, exministro de economía de Itamar Franco, que ha pertenecido a siete partidos distintos desde el inicio de su carrera política en 1979.
Los militantes y dirigentes de izquierda del continente, por su parte, expresaron sus augurios fatalistas y profundo pesimismo al revelarse que Bolsonaro podría haber ganado en primera vuelta con el 46 % de los votos (a saber, la voluntad de casi 50.000.000 de personas), evidenciando una honda ignorancia (o desprecio) sobre el funcionamiento de la democracia.
Lo peor, no obstante, es que la izquierda no entiende el fenómeno Bolsonaro, de la misma manera que sigue sin comprender por qué Trump llegó a la Oficina Oval.
Suponer que 50.000.000 de brasileños se han vuelto, de la noche a la mañana, homófobos, racistas, misóginos y nostálgicos de la dictadura es de un simplismo mayúsculo. Muchos de quienes hace apenas una década pusieron sus esperanzas en Lula, se inclinaron el pasado domingo por Bolsonaro. Las políticas del PT (y la de sus amigotes a lo largo y ancho del continente) y sus escándalos de corrupción son los únicos culpables.
Hay una buena parte de la casta política a la que le cuesta creer que la gente se cansa. Se sienten irreprochables, por encima de toda exigencia popular o rendición de cuentas. Es esta actitud arrogante la que pare trumps y bolsonaros, ¿o acaso algún distraído creyó que estos personajes beligerantes contaban con el respaldo de la convicción?
La victoria de Trump —al igual que el triunfo casi seguro de Bolsonaro el próximo 28 de octubre— es producto del hartazgo, de años acumulados de abandono e impotencia. Las conquistas electorales de las que estamos siendo testigos no se explican con un repentino giro a la extrema derecha ni con una supuesta moral deteriorada. Brasil no observa (ni sufre) hoy la aparición de 50.000.000 de “fachos” o “malas personas”. El electorado de Bolsonaro no es ni indiferente al dolor de sus compatriotas, ni supremacista blanco, ni aberración parecida. Cualquier insinuación en esa dirección es un atropello intelectual malintencionado.
La izquierda, altanera, no ha sabido leer ni las preocupaciones ni los mensajes del pueblo al que siempre ha dicho representar. Sus distintos dirigentes y militantes expresan su “dolor” de manera casi idéntica —“Brasil duele”— en redes mientras eligen ignorar (o apañar) los continuos avasallamientos a los derechos humanos en Venezuela, Nicaragua o Cuba. La conmiseración es selectiva, pero los “fachos despiadados” son los otros.
La derrota catastrófica del PT no se explica por la “manipulación de medios por parte del imperio” tampoco. La capacidad de indignación de la gente ha sido sistemáticamente subestimada. Brasil habló fuerte y claro y expresó un rotundo rechazo a la violencia y al crimen organizado que durante décadas han denigrado al ciudadano de a pie. Por lo pronto, las instituciones no tienen por qué temer. Bolsonaro no viola el marco constitucional por ser antipático, y los brasileños están convencidos de que al momento, eso es mucho más de que lo que se puede afirmar de Lula o Dilma Rousseff. Lo demás, lo dirá el paso del tiempo, siendo de una imprudencia infantil intentar predecirlo.