El exmiembro de Pink Floyd, Roger Waters, se presentó en Uruguay el pasado sábado 3 de noviembre en el marco de su gira “Us + Them”. Waters, que junto a David Gilmour (con quien tiene hoy una pésima relación) compusiera algunos de los himnos más memorables de la segunda mitad del siglo XX e incursionara en el rock experimental, no es ajeno a las polémicas.
Profundamente politizado, con un discurso fácil y sesgado, el británico hizo un repaso por su mítico repertorio en medio de juegos de luces y llamados a la resistencia —si las palabras pesaran más que los hechos, Roger Waters humillaría a Jean Moulin—. Es más, lo acusaría de ser un títere de Pétain.
Desde un punto de vista estrictamente musical, nada se le puede reprochar a Waters. Dueño de un talento indiscutible, Waters pasará a la historia como un músico revolucionario, a la altura de The Beatles, Led Zeppelin y Queen.
No obstante —y para el infortunio de la libertad de conciencia de sus seguidores— las ansias de revolución de Waters no culminan en el ámbito musical. El mismo hombre que inmortalizara aquella súplica (pertinente, por cierto) “no necesitamos educación, no necesitamos control de pensamiento”, se dedica hoy a dar extensísimos sermones en los que señala, sin mínimo margen de confusión, quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Porque para Waters la realidad es así: simple, maniquea e inflexible.
Incontables artistas son de izquierda y predican sobre lo que desconocen, Waters no es la excepción. Los liberales (los liberales en serio) estamos convencidos de que la libertad de pensamiento y expresión son dos bienes preciados de los que todo ser humano puede y debe hacer uso. Los liberales creemos también en la diversidad de pensamiento, que refuerzan la dinámica social y afirman los valores republicanos.
Ahora bien, de ser de izquierda (y tener una versión un tanto limitada del fascismo) a hacer flotar chanchos inflables con una estrella de David, hay una distancia enorme. Desde el respeto, todo; desde la violencia, nada. Waters, por más que esto pueda romper el corazón de quienes lo admiramos musicalmente, está del lado de los violentos, fomentando su discurso y dejando una buena dosis de odio por los países que visita.
El pasado 27 de octubre, en Pittsburgh, Pensilvania (Estados Unidos), ocho personas que asistían a los servicios matutinos de shabat en la sinagoga Tree of Life (Árbol de la Vida) perdieron su vida como resultado de una masacre de naturaleza racista. En los días siguientes, fallecerían cuatro personas más. Se trató del ataque antisemita más mortal en terreno estadounidense de la historia.
Ese mismo día, Roger Waters hacía volar su chancho inflable en Curitiba, Brasil. Waters, desde su profunda ignorancia y torpeza, es incapaz de ver la correlación entre los dos eventos.
El afamado músico británico nos ha incluso facilitado una lista de fascistas (no sea que reflexionemos nosotros mismos al respecto), de líderes y personalidades a las que debemos resistirnos, entre los que se destacan Mark Zuckerberg, Donald Trump y, por supuesto, Jair Bolsonaro. Waters —dueño de, entre otras propiedades, una mansión de USD $15 millones en el exclusivo barrio de Hamptons— nos invita en su concierto a combatir el capitalismo, la avaricia y el consumismo.
Al asistente honesto le queda la pregunta, al retirarse del predio, de por qué, ya que Waters anda por pagos latinos, no agregará a Nicolás Maduro a su lista de totalitarios. Después de todo, una lista siempre es mucho que los citados: las ausencias demuestran ser siempre por demás elocuentes.
Waters, al igual que Richard Wagner en su momento y que Maradona en el terreno deportivo, vino para demostrarnos que talento e inteligencia no son sinónimos. Al menos por eso, habrá que agradecerle.