En pleno siglo XXI, cuando nuestras prioridades, fuerzas e intelectos deberían concentrarse en, por ejemplo, el desarrollo de combustibles alternativos, nos encontramos con que (nuevamente), gracias a nuestra necedad colectiva, no hemos abandonado completamente la antigüedad.
La persecución religiosa (al igual que con Hipatia de Alejandría, al igual que en San Bartolomé, al igual que bajo infames regímenes como el nacionalsocialismo y el comunismo) sigue siendo una problemática actual, que no solo no disminuye con los años, sino que sufre un alarmante aumento.
Según la ONG “Puertas Abiertas” (Portes Ouvertes), la situación de los cristianos en el mundo va de mal en peor. Los números son preocupantes: 245 millones de cristianos son perseguidos en razón de su fe. Este guarismo equivale a uno de cada nueve cristianos a nivel mundial. En lo que va del 2019, más de 4000 cristianos han sido asesinados y más de 3000 detenidos. Simultáneamente, casi 2000 iglesias han sido objeto de vandalización o censura.
Entre los datos inquietantes que revela la mencionada organización, figura el retroceso en países considerados mayoritariamente cristianos, como Venezuela, Colombia y México – estos dos últimos son dos de los cincuenta peores países para profesar dicha religión (puestos 47 y 39 respectivamente) siendo los únicos latinoamericanos en el nefasto ranking.
Nigeria, por su parte, es el país en el que ser cristiano es más peligroso. De hecho, 9 de cada 10 cristianos asesinados en el mundo en 2016, perdieron su vida en la nación africana. No obstante, los peores países para ser cristiano son Corea del Norte (donde profesar el cristianismo está prohibido), Afganistán y Somalia. Irán figura en el noveno puesto y Yemen, en el octavo.
La persecución, que se manifiesta no solo a través de ataques físicos directos, sino también mediante la imposibilidad de estudiar o conseguir empleo, presenta un aumento por sexto año consecutivo. Asimismo, incrementa la violencia y frecuencia de los ataques, que solo en China se han multiplicado por diez en un año.
En India, quizás producto de una fiebre nacionalista que solo admite el hinduismo, las minorías cristianas y musulmanas son cada vez menos toleradas. En la China comunista, las entidades que no pertenezcan o dependan totalmente del estado son vistas con malos ojos, convirtiéndose inmediatamente en una amenaza, en objeto de alta vigilancia. Tal es el caso de las iglesias.
Lo más preocupante, sin embargo, es la invisibilización de la persecución. Esta indiferencia hacia la problemática no es solo colectiva, sino también individual. ¿Quién piensa en un cristiano, ya entrado el 2019, cuando se habla de discriminación religiosa? En el imaginario colectivo, los cristianos son los ganadores de la historia, una suerte de colonizadores espirituales, poderosos e intocables. Los números nos demuestran lo contrario.
La libertad de credo, el ateísmo y el agnosticismo forman parte de la intimidad (e identidad) del individuo. Atentar contra ellos no solo vulnera un derecho humano básico, sino que constituye un ataque a todo vestigio de civilización, a toda esperanza de superación. Es, también, un colectivismo. Y ya sabemos adónde nos llevan los colectivismos.