En México atravesamos un serio problema de salud y esto representa una realidad preocupante e innegable; ocupamos el segundo lugar a nivel mundial en tasas de obesidad, tan solo por detrás de Estados Unidos, y según estudios recientes cerca de la mitad de la población tiene sobrepeso.
No tomar refresco al menos una vez al día es una situación impensable para muchas familias mexicanas; el sabor, el alto contenido calórico, sus bajos costos y la facilidad con la que se consigue ha hecho de productos como la Coca Cola un elemento indispensable de las despensas de ciudadanos de todas las regiones y de todos los estratos socioeconómicos del país. Existen cálculos que aseguran que el 99% de los mexicanos toman refresco con una frecuencia considerable.
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En respuesta a esta situación, la Cámara de Diputados aprobó en Octubre del 2013 una ley que permitía un impuesto especial de un peso por litro de bebidas azucaradas, esto con la supuesta noble intención de velar por la salud de los ciudadanos y desincentivar su consumo.
Este tipo de legislaciones suenan lógicas y gozan de cierto grado de popularidad porque prometen mejorar la salud pública hasta que decidimos dejar de lado la teoría y nos detenemos a analizar con responsabilidad sus efectos en la realidad.
Para empezar es necesario señalar que la obesidad no es causada únicamente por el consumo de este tipo de bebidas y por tanto, si seguimos esta lógica paternalista y proteccionista, el gobierno debería aumentar los impuestos también a las tortillas, la carne, el aceite, comida chatarra y garnachas en general. Medida que obviamente no se ha llevado ni se llevará a cabo, entre otras cosas, por el alto costo político que esto implicaría.
Algo que no se contempló en esta absurda regulación es que si realmente se hubiera disminuido drásticamente el consumo de estas bebidas, las industrias refresqueras y azucareras hubieran entrado en crisis y se hubieran visto en la necesidad de recortar personal, cerrar fábricas, extractoras, comercializadoras, embotelladoras y distribuidoras a lo largo del país afectando significativamente la estabilidad económica de miles de familias mexicanas.
Entonces si esta medida no ha cumplido con la premisa que supuestamente la justificaba ¿cuáles han sido los efectos reales de este arbitrario e injusto impuesto?
- El primer efecto es un inminente aumento en la recaudación fiscal. Durante el primer año de vigencia de esta medida se recaudaron cerca de 38000 millones de pesos. Esto convierte al impuesto en un excelente activo para políticos y funcionarios que buscan a toda costa seguir creciendo el tamaño del Estado para financiar proyectos personales y políticos a su conveniencia.
- El consumo de bebidas azucaradas no ha disminuido de ninguna manera y sus patrones de comportamiento han sido muy similares a los años anteriores. Lo cual nos indica que esta medida en ineficiente e innecesaria desde un punto de vista de salud.
- Las familias mexicanas de escasos recursos tienen que destinar un porcentaje más alto de sus ingresos en la compra de estos productos debido al nuevo impuesto, disminuyendo su poder adquisitivo. Paradójicamente, esto afecta directamente a los ciudadanos que en teoría se pretendía proteger inicialmente, convirtiendo esta medida en un ejemplo perfecto del “efecto cobra” sobre el que ya he escrito previamente.
Este impuesto lejos de estar combatiendo la obesidad, está engordando al estado y a la burocracia a través de nuevas leyes y regulaciones ineficientes.
Casos similares a este existen demasiados, el más conocido y que resulta igual de ilustrativo es el de los cigarros. En este caso, sin importar que prohíban su publicidad en medios masivos, pongan etiquetas grotescas que advierten de consecuencias como el cáncer o la muerte y que su precio se haya incrementado artificialmente a través de impuestos, su consumo no ha disminuido.
Este tipo de iniciativas pueden ser aceptables desde un punto de vista moral; hablando en términos generales todos queremos una sociedad más sana que permita mejorar la calidad de vida y combatir la obesidad. Sin embargo los principales promotores de estas medidas deberían ser la sociedad civil organizada, las empresas con sus áreas de responsabilidad social organizadas de manera privada y, sobre todo, los padres de familia a través de un proceso de educación y concientización de los beneficios y malestares que este tipo de conductas de consumo pueden provocar, nunca el gobierno a través de la generación de nuevos impuestos.
El gobierno ha decidido ignorar que las soluciones a este tipo de problemas deben generarse a través de la educación, un cambio de cultura y la libre elección de los consumidores, e insiste en tratarnos como víctimas (ahora de los refrescos) y como niños que no podemos decidir por nosotros mismos, cobrándonos muy caro por las decisiones que consideran erradas.
No nos confundamos, la libertad es inseparable de la responsabilidad; ninguna bebida azucarada genera enfermedades por sí misma, las generan los consumidores que deciden tomarlas en cantidades que no deberían, que no se preocupan por su salud, que no se alimentan sanamente, que no toman agua, que no hacen ejercicio, etcétera.
Si culpamos a la Coca-Cola por la obesidad, entonces también deberíamos culpar al pan, a las tortillas, a los tacos, los dulces, las carnitas, las salchichas y al queso. Hagámonos responsables y dejemos de creer que somos víctimas. De seguir pensando así seguiremos justificando este tipo de atropellos fiscales a la libre empresa y a nuestra libertad de elección individual.
Si no nos damos cuenta de esto, corremos el riesgo de terminar cediendo nuestra libertad por un supuesto estado de bienestar que, como ya hemos comprobado en repetidas ocasiones, no es apenas más que una bonita ilusión.