Existe un debate extensísimo sobre cuáles deberían ser los alcances de un buen Gobierno. Al respecto de esta premisa, existen aquellos que abogan por un Estado más fuerte y con mayor presencia en la vida cotidiana de los ciudadanos y aquellos que abogamos por un Estado mínimo cuyas funciones se limiten a la garantía de los derechos básicos individuales, como los de seguridad y libertad.
A lo largo de la historia este tema ha sido analizado por miles de autores alrededor del mundo y han dado pie al desarrollo de corrientes filosóficas y políticas muy diversas que han ido forjando la realidad social que hoy enfrentamos como especie.
Dejando de lado sentimentalismos y visiones románticas e idealizadas del pasado, los números son apabullantes. En términos generales hoy se goza de una calidad de vida mucho mayor que en cualquier otro momento de la historia. El acceso a servicios básicos de educación y salud, la gran cantidad de información con la que podemos trabajar y las muchas posibilidades de progreso en general es un fenómeno sin precedentes que, si bien aún no está al alcance de todos, cada vez es menor la cantidad de individuos rezagados en este sentido.
La tendencia positiva en este sentido es muy marcada, pero también queda claro que aún existen muchos problemas por enfrentar y muchas situaciones que quisiéramos erradicar: sigue habiendo guerras, pobreza y desigualdad de oportunidades en muchos rincones del planeta.
Aunque no existe una fórmula única para la generación de progreso y desarrollo, es verdad que en las sociedades más exitosas existe un patrón organizacional y político basado en el Estado de derecho, los valores democráticos y el reconocimiento de las libertades individuales como eje central de convivencia. Está comprobado empíricamente que en un entorno con estas características es mucho más probable que los grandes avances tecnológicos y sociales de nuestros tiempos florezcan y se propaguen de manera generalizada.
Lejos están los tiempos en que los gobernantes se hacían del poder por el solo hecho de haber nacido en cierta familia o por supuestamente haber sido escogido directamente por alguna voluntad divina. Las sociedades teocráticas y absolutistas fracasaron no solo por la insostenibilidad de su modelo, sino por la absoluta falta de autocrítica y de oposición política de la que gozaban al ser considerados seres supremos que no podían cometer equivocaciones (como curiosamente algunos políticos pretenden manejarse hoy en día).
Emperadores, tlatoanis, sacerdotes, papas, faraones, conquistadores, dictadores, reyes y demás figuras concentradoras de poder pretendieron históricamente imponer una única realidad a sus pueblos y su principal herramienta siempre fue el miedo y el adoctrinamiento a través de la creación y propagación de realidades morales diseñadas para tener un mayor control.
¿El resultado? El mundo de guerras, hambrunas e injusticias que imperó mayoritariamente en el mundo hasta los ajustes liberales que han sido ampliamente acogidos por la humanidad en los últimos 300 años.
En este contexto histórico, que el presidente electo de México tenga como carta de presentación de su proyecto de nación una “constitución moral” afirmando que “la idea es que no solo debemos buscar el bienestar material, sino también el bienestar del alma. Fortalecer valores, culturales, morales, espirituales” resulta, por decir lo menos, ridículo y alarmante.
Este proyecto es sin duda alguna la propuesta más peligrosa y liberticida de toda la agenda política de López Obrador, y eso ya es mucho decir.
El Gobierno debe centrarse en generar las condiciones de vida propicias para el desarrollo en un marco de legalidad, igualdad de oportunidades y justicia, pero decidir qué está bien y qué está mal debería ser una atribución estrictamente individual en la que ningún gobernante debería inmiscuirse.
Cada cabeza es un mundo y no existe una sola moral, existen muchas. Querer imponer una como la única válida a través del uso coercitivo de la ley es un atropello a la libertad de elección de todos aquellos ciudadanos que no compartan la visión filosófica o espiritual del presidente o “dictador moral” en turno (e incluso para los que sí lo hagan).
Hablar de “bondad” y “actos nobles” no es asunto que tratar por un presidente de una nación simplemente porque no existe un consenso universal al respecto de que se considera “bueno” o “noble”.
De lo que sí debería hablarse (y lamentablemente no se está haciendo) es del fortalecimiento del Estado de derecho y el respeto a las libertades individuales, ya que, cumpliendo con esas condiciones, el resto es parte de la historia personal que cada quien decida construir.
El nuevo Gobierno federal, no conforme con querer regular actividades económicas y sociales, ahora amenaza con intervenir en el plano de lo moral, ignorando que históricamente las evidencias son irrefutables: los que comienzan como proyectos aparentemente benéficos para las mayorías, terminan por corromper lo más profundo de las sociedades y viéndose reflejados en dolorosas dictaduras económicas, políticas y, por increíble que parezca, también morales.
Seguirá siendo un misterio de donde sacó López Obrador que es obligación del Estado procurar el “bienestar del alma”. Por lo pronto habrá que buscar la forma de recordarle al gran tlatoani que obtuvo 30 millones de votos para ser presidente de la Nación y no predicador ni sanador de almas.
Al igual que muchos más que entendemos lo que un verdadero “Estado de derecho” implica, me opongo rotundamente al establecimiento de una “moral oficial”, cualquiera que esta sea, incluso si esta fuera la que yo personalmente considere correcta.