«No tendrás otros dioses delante de mí.
No te harás ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo,
ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra». —Éxodo 20:1-66, 22
«La retórica es obrera de la persuasión que hace creer y no de la que hace saber». —Platón
Pronunció así Dios sobre los israelíes frente al becerro que del oro traído desde Egipto Aarón les había hecho a petición, pues necesitaban un dios para seguirle. Con esta imagen es fácil entender, extrapolándonos, que una nación absorbida en la brea del fetichismo, forjada en una cultura de negación coronada por un síndrome de banalizar y negar la existencia de los problemas (es decir, negar en parte la realidad), es tierra fertilísima para adoración de falsos dioses y cultos venenosos.
Cuando los pueblos se empeñan en negar sus errores, cuando se empeñan en convencerse con lágrimas en los ojos que lo que los recubre es chocolate suizo y no lodo, es ese el indicador más notorio de que la decadencia ha llegado a los lugares más inhóspitos de su alma, y que ha tomado la pulsión natural de autoconservarse para ser puesta al servicio de engañosas deidades, hechiceros de timos embadurnados en misticismo.
Dentro del oasis de ponzoña y lemna cultural en el que Venezuela se ahoga rápidamente, existen fenómenos que lo dejan a uno perplejo, más que desconcertado. El que más causa este efecto en mí —y sé que en otros muchos— es ver a un número importante de criaturas que hacen de Sófocles un niño de pecho, en cuanto a tragedias relatadas que vivieron en Venezuela, pero que en un instante, al pisar “the land of the free and home of the brave”, rodeados de las bonanzas norteamericanas, el sudaquismo victimista, ese patrón sociocultural que diseccionó Carlos Rangel, y que ha servido de influjo para la perduración de la revolución bolivariana, brota una vez más siendo condescendiente ante la misma amenaza que hoy busca derrocar al más grande aliado geopolítico que Venezuela puede tener.
Para descontento de muchos, el victimismo de cierta porción del exilio venezolano —curiosamente parecido al victimismo ecologista, et al— calza perfectamente en el pie de las narrativas socialistas que los demócratas, tanto estamentales como activistas, vociferan y buscan imponer como realidad cual califato. La liberalosphere mediática y opinóloga estadounidense —detrás de la cual se esconde el interinato— es poseedora de técnicas perfeccionadas de ingeniería social, sea PNL, indefensión aprendida, condicionamiento pavloviano, y pare usted de contar.
Para que todas estas técnicas surtan efecto, el conejillo de indias —el venezolano—, debe llegar a un estado trágico de paranoia, inmerso en una fantasía de inseguridad y riesgo constante ante la existencia de ciertos símbolos o acciones. Recordemos el caso de Caguaripano, el de Oscar Pérez y Equilibrio Nacional, recordemos a la Resistencia cívico-militar. Estos tres casos han sido percibidos por el país como bulos, falsos positivos o simplemente como locos de carretera, como si el patriotismo y los venezolanos decentes no existieran o fueran muy buenos para ser verdad, delatando una bajísima autoestima en nuestra sociedad.
La niebla de histeria y confusión deliberadas tiene una función táctica muy específica —más allá de la dominación en sí— y es la gasolina del autobús de la revolución: asegurar el derecho ilimitado a delinquir (O. de Carvalho dixit) o, en criollo, el pase libre para la vagabundería.
Ahora, así como su pretensión es simple, también lo es su caída. En el campo de la política, del debate racional, no está la solución —más bien son estos sus fortes—. No hay cosa a la que más le tengan terror que el escarnio público, el ridículo, la crítica. El escarnio los vuelve unos malcriados como pasó con el “guaidólogo” Freddy Guevara, quien proyectó su forma chavistoide de ser al tildar de lo mismo a cualquiera que criticara al interinato limosnero.
La soberbia es tal, el desfase de toda esa pandilla con la realidad es tan grande, que la posibilidad de haber cometido un error, de haber sido tontos, o de ser lo que son (unos vagabundos estafadores) es inconcebible para ellos. Mientras ellos no sean expuestos por lo que son, no se puede tener un sendero despejado para la corrida.
Este es uno de los significados de el burro de oro. La condición de pseudo-religión con sus pseudo-dioses que la izquierda pretende siempre, con su infalibilidad papal que los exime de críticas y réplicas, su omnisapiencia que no es más que un totalitarismo puro, sus dogmas que no son más que idioteces (como la justicia social, la justicia transicional, el Estado de bienestar, la ideología de género, et al), su gracia iluminadora y su protección. Hacer de ellos falsos dioses y ponerlos por delante de los intereses nacionales condenará a Venezuela a ser una burla ensangrentada, no una tragedia como Cuba. Solo desmentida su pseudomística y frustrado su hechizo, el debate puede tener lugar, la acción puede tener éxito y la retoma de la soberanía puede, de hecho, ser posible.
El segundo significado es el asunto de la reunión de Vecchio con Nancy. Este es otro ejemplo del aura divina que creen gozar en el interinato limosnero y sus instituciones satélite. La defensa a ultranza por su parte respecto al encuentro con la demócrata Pelosi es por dos simples razones. Primero, porque es la postura que dicen ellos y, en su realidad alterna, si los dioses hablan, el plebeyo mortal no debería ir en contra de la voluntad macrocósmica y eterna. Estos hacen uso de una fuente de autoridad sacrosanta donde su causa —la revolución, la justicia social, la democracia—, funge como un tribunal celestial desde el cual la ley, la moral, la ética y la realidad emergen y son determinadas. Ellos no nos dicen qué está bien o qué está mal: ellos son el bien y fuera de ellos está el mal.
Segundo, porque el Partido Demócrata es, aunque no lo digan, el modelo que ellos quieren seguir, su ejemplo de “gran partido” cuya —repulsiva— decadencia representa los años de oro a los que ellos aspiran: corrupción (encarnada en Biden), marxismo recalcitrante (representado por Sanders, Warren, AOC y Omar), revanchismo (abanderado por Pelosi y Schumer) y reconquista y expansión de la revolución comunista continental (diseñada y ejecutada por Hillary Clinton, Barack Obama y John Kerry). Que los de la MUD se autoconsagren como la “oposición demócrata” no es nada casual.
Los ascetas del mal, quienes juzgan desde las lomas de estiércol, jurándonos que aquello que pisan es el cielo y aquello que huele es hidromiel divina, seguirán sacándole el brillo a sus narrativas, a su infalibilidad autoproclamada, propagando a través de sus puntos de control mediáticos, sus aliados públicos como el senador Rubio y sus aliados de retruque como Rusia —quien comienza a tratar a Guaidó diáfanamente en su panfletería que ellos llaman “periodismo ruso”— las nueva plegarias al burro de oro, la de las elecciones y la continuidad de la revolución amparado por la ceguera de sus adoradores, quienes solo destruyendo al animal profano, podrían salvarse.