EnglishEn Venezuela estamos viendo en vivo, una vez más, las taras del socialismo y las razones de su fracaso en todos los países donde se ha implantado.
Los indicadores del propio Gobierno, a través del Banco Central de Venezuela (BCV), no mienten: junio de 2013 cerró con una inflación de 4,7 por ciento; proyectada podría llegar dentro de un año a 56,4 por ciento; la que ya se registró en los últimos doce meses se montó en 39,92 por ciento; el índice de escasez admitido por el BCV es 19,3 por ciento (aunque algunos expertos señalan que anda por encima de 30 por ciento); 57,4 por ciento aumentaron los precios los alimentos desde junio del año pasado; en el primer semestre de 2013, la inflación acumulada es 25 por ciento, muy superior a las metas propuestas por el Gobierno, que se había fijado un tope para todo el año ubicado entre 14 por ciento y 16 por ciento.
Pero no sólo es la inflación. La diferencia entre el dólar oficial y el paralelo es gigantesca: alrededor de 450 por ciento (mientras el dólar oficial se cotiza a Bs.6,30, el otro está por encima de Bs.30; en el país el marcador de la mayoría de los precios es el dólar paralelo); Venezuela recibe un flujo de inversiones de los más bajos de América del Sur, a pesar de ser una potencia petrolera; tenemos la tasa más baja de productividad del continente; y, por añadidura, ocupamos los últimos lugares del mundo en materia de pulcritud y nitidez en el manejo de los recursos públicos, de acuerdo con el Barómetro Global de la Corrupción publicado por la organización Transparencia Internacional.
En Venezuela encarnaron dos rasgos esenciales del socialismo: la ineficiencia y la corrupción.
Nicolás Maduro tropezó con el exigente reto de dirigir un Estado interventor, que creció durante catorce años como ocurre con los obesos: de forma anómala y malsana. Aumentó de tamaño expropiando fábricas productivas y eficientes en manos privadas, que pagaban impuestos, para luego quebrarlas. Las empresas Lácteos Los Andes y Agroisleña, especializada en la distribución de fertilizantes, demuestran esta aberración.
El afán de someter y supervisar toda la actividad económica condujo a aprobar un amasijo de leyes inconvenientes, que se transformaron en enemigos de la inversión, la producción y la innovación. Un ejemplo es la Ley Orgánica del Trabajo que lesiona la economía nacional y perjudica notablemente a la clase laboral. Desde que ese instrumento legal enttró en plena vigencia en mayo pasado, cuesta mucho más dinero crear un empleo en el sector formal de la economía, mientras el rendimiento de los trabajadores decrece a ritmos alarmantes. El control de precios (que en algunos casos es “congelamiento”) y el de cambio (en vigencia desde febrero de 2003), que han demostrado ser factores que distorsionan la economía, se mantienen contra todas las evidencias de su inutilidad e inconveniencia.
Dentro del oficialismo hay una intensa discusión, que puede seguirse a través de la página on line de Aporrea, acerca de la línea que debe mantener Maduro. El ala más radical que apoya al Gobierno se niega a propiciar acuerdos con los empresarios privados y critica todo tipo de negociación con la “burguesía” nacional. Insiste en que debe profundizarse la revolución mediante nuevas nacionalizaciones y expropiaciones, y la expansión del colectivismo y la propiedad social. Su objetivo es asfixiar la propiedad privada, hasta reducirla a una franja insignificante.
Este sector insiste en llamados piadosos a fortalecer la “moral revolucionaria” y combatir la corrupción mediante el reforzamiento de la contraloría social y el castigo a los culpables de hechos fraudulentos. Voluntarismo del más puro. El dinamismo de este grupo es intenso. En el plano del análisis y el debate mantiene contra las cuerdas a la fracción más moderada, a los socialdemócratas, que prefieren guardar un silencio vergonzoso frente al empuje irresponsable de los maoístas y cheguevaristas que exigen la radicalización del proceso.
El destino de esa confrontación dentro del oficialismo no se sabe cuál será. De lo que sí podemos estar seguros es de que si triunfan los fanáticos del marxismo, la nación se hundirá en el caos, tal como ocurrió en Chile durante la fase final del gobierno de Salvador Allende. La izquierda maoísta empujó al mandatario sureño hasta lanzarlo por el abismo de las confiscaciones y expropiaciones de pequeñas propiedades. Cuando quiso detener ese grupo fanatizado e, incluso, reprimirlo, ya era demasiado tarde. Los radicales se habían envalentonado. No aceptaban, ni acataban, ninguna moderación. La economía colapsó. Chile se arruinó. Los resultados de este salto suicida son ampliamente conocidos y dolorosos. No voy a recordarlos.
En Venezuela, el colchón petrolero permite algunas maniobras que Allende no podía ejecutar. Pero, ese amortiguador es cada vez más delgado. El socialismo a la “venezolana” es idéntico al que se ha visto en el resto del mundo. La planificación central y la socialización y colectivización de los medios productivos llevan en su código genético el signo del fracaso. En Venezuela estamos padeciéndolo.