EnglishPor Joel D. Hirst.
Pareciera que el mundo se ha rendido una vez más ante el siniestro espectro de la violencia. Después del gran optimismo con el que el siglo 20 culminó, la humanidad se ha sumido nuevamente a antiguos y tristes hábitos. Siempre evocando la misma excusa de seguridad o nacionalismo (por favor, no confundir con patriotismo) e incluso la grandilocuencia a favor de la pobreza, los gobiernos del mundo han hallado la respuesta en más violencia.
Estoy un poco asombrado por el regreso de los derramamientos de sangre; sin embargo muchas veces me pregunto si en algún momento realmente se fueron. Siendo testigo de la brutalidad de los matones pro-gobierno, hábilmente llamados “colectivos” en la Venezuela revolucionaria, o de los militares y paramilitares en contra de los grupos extremistas en Siria, o de las bandas de asalto cubanas en contra de las señoras mayores vestidas de blanco, me siento anonadado por la fuerza renovada de poder mundial en manos de aquellos que sólo saben mirar de manera grupal y pensar en forma de coerción.
¿Acaso no habíamos acabado con esto? ¿No hemos aprendido nada? A mi me parece que actuando en grupo, las personas sólo pueden ponerse de acuerdo en contra de otros grupos. Suelen dividirse según la etnicidad, el color, la religión, y luego se pelean entre ellos —tomando la violencia como imprescindible para la causa colectiva.
Pero lo que quizás me preocupa aún más es la violencia silenciosa. La violencia que no anuncia su presencia en el rojo de las heridas, ni en las nubes de gases nocivos. Se trata de la guerra en contra del espíritu humano. Y esta es la violencia sigilosa que parecemos preferir, e incluso escoger, en la era del gobierno. Vemos el caos presente en nuestro mundo y nos sometemos. El fantasma de lo desconocido es razón suficiente, o al menos de eso se nos convence. “¿Y qué pasa si regresan?” “¿Estamos a salvo?” “¿Podría ser hoy el día?”
Reclamando superioridad, la autoridad entonces nos dice lo que podemos y no podemos hacer. Las infinitas reglas impuestas sobre nuestra ciudadanía. Las humillaciones diarias a nuestra privacidad, identidad, nuestras creencias. Se nos dice lo que no podemos pensar, mucho menos decir. Es la civilización incivilizada, supervisada por nuestros superiores; que siempre están al servicio de otro, quien sea que es.
Aquellas son las sociedades donde las palabras equidad, distribución y tolerancia son usadas de manera cínica para disfrazar el privilegio, el robo y el fanatismo. Son sociedades no dirigidas por hombres de razón —los héroes que construyen nuestro mundo con el sudor, energía e ingenio— sino sociedades planificadas minuciosamente por estrategas, con políticas diseñadas por burócratas, que controlan el poder creativo del hombre, desviándolo para llenar vacíos, reales o imaginarios, con suaves amenazas de emplear una violencia más sofisticada.
Lo atípico en este nuevo mundo, un mundo que no ha pedido ni deseado, es el hombre que está solo cuando rechaza la violencia; venga de donde venga. Para él quedan los peores calificativos. Lo llaman ingenuo, utópico, tonto, y a veces simplemente, idiota. Pero siempre, es visto como peligroso. Y quizás lo es; ya que se atreve a mirar el sistema que se sustenta solo en la violencia, y declararlo impracticable.
Pero nunca es llamado débil, eso nunca.
Nunca se explica o se acepta que este hombre rechace la violencia porque sea débil, sino porque es fuerte; no porque él viviría en un mundo sin ley, sino porque las leyes de verdad no requieren la violencia. Es un orden espontáneo es el que se encarga de estas leyes—como la de gravedad— que no necesitan de medidas de control, porque son inevitables. Es un hombre que sabe que vivir a expensas de otro —incluso controlándolo— no vale la pena. Este hombre es desechado.
Y así sigue la violencia. En una estrategia de carnada y cambio de condiciones, el hombre que cuenta con las respuestas es tildado de idiota, el hombre de la razón de imbécil, el de carácter es etiquetado libertino —todo para que aquellos que carecen de estas virtudes puedan gobernar a través de la violencia.
Joel D. Hirst es novelista, autor de El Teniente de San Porfirio: Cronica de una Revolucion Bolivariana. Este artículo apareció por primera vez en Blog.JoelHirst.com.