Por Elisa Vásquez
EnglishNo sorprende que las cosas en Cuba y Venezuela anden tan mal. Cuando los líderes de un país de carácter paternalista, totalitario y caudillista son los primeros en sembrar el mal ejemplo de la corrupción y el derroche, no se puede sino esperar que su modelo se reproduzca en la ciudadanía que busca mejorar su calidad de vida a través de los privilegios del poder.
En su libro “La vida oculta de Fidel Castro”, el periodista Axel Gýlden relata los lujos que rodean al dictador cubano de boca de Juan Reinaldo Sánchez, quien fue miembro de la seguridad personal de Castro durante 17 años. Yates lujosos, islas exclusivas, mansiones con canchas y pistas de bowling, y autos Mercedes-Benz son algunos de sus placeres, según cuenta Sánchez.
El seguridad relata que mientras trabajó para él, Fidel actuaba como si la isla le perteneciese. “Era como un dios. Yo me tragaba todas sus palabras, creía todo lo que decía, lo seguía a todas partes y habría muerto por él”, confiesa.
Según la revista Forbes, Fidel sería uno de los 10 gobernantes más ricos del mundo, y desde el año pasado el patrimonio del dictador cubano casi se duplicó hasta llegar a los US$900 millones. Como parte de sus ingresos se le atribuyen las ganancias del Palacio de Convenciones de La Habana y de Medicuba, un servicio que vende vacunas y farmacéuticos hechos en Cuba.
La riqueza de Fidel resulta tormentosa cuando se conoce que los cubanos regulares no tienen fácil acceso a productos de primera necesidad, tienen oportunidades de trabajo precarias, y no pueden emprender en libertad para asegurar estabilidad económica para sus familias. Son millones los testimonios de personas como Yoani Sánchez que cuentan lo difícil que puede ser conseguir una fruta antojada o un pan horneado en Cuba.
Pero el verdadero daño de su millonaria ironía es el mensaje que queda enraizado en la sociedad que lo vé mandar. No me sorprendería que la gente diga, “¡Yo quiero vivir como Fidel!”. Porque la lógica de la corrupción y el poder absoluto es que para vivir bien hay que pisotear, subir sobre los demás, y sobre todo, ganar dinero fácil que te permita llevar una vida de jeque a costa de tus compatriotas.
Siempre se escucha que los cubanos son muy avaros, que hay que tenerles cuidado porque encuentran cómo engañarte para quitarte unas monedas. No creo que tal cosa sea cierta, ni que venga con un gen cubano. Es el sistema social en el que viven el que enseña una y otra vez que la corrupción es un estilo de vida válido y asegurador del éxito.
Al menos esta conducta cada vez la veo más clara en Venezuela. El discurso socialista adorna los estilos de vida ostentosos y derrochadores de los ostentan el poder y del círculo de nuevos burgueses que se llenan los bolsillos gracias a la depredación del resto de la sociedad.
Es la pedagogía de la corrupción. Todo el mundo busca su cuota de poder y de privilegios que permitan un lucro por encima de los pares. Es lo que enseña el gobierno bolivariano, a tener grandes carros, a comprar propiedades, a trabajar poco y a robar mucho, ya que quienes se afilian al poder terminan haciendo riqueza en proporciones que un trabajador normal jamás podría lograr con su paupérrimo sueldo.
La economía castigada, tal como sucede también en Cuba, es además un caldo de cultivo para este fenómeno, ya que los medios para alcanzar lograr la subsistencia se estrechan con cada devaluación. Ni en Venezuela ni en Cuba una carrera universitaria garantiza un trabajo digno con el cual se pueda surgir. “Hay que ser Chavista”, dicen muchos jóvenes para referirse al éxito de comprar algún día una casa, o un automóvil nuevo.
El Socialismo del Siglo XXI solo promete un acceso más fácil a las cosas que son difíciles de consegui a punta de dádivas, de subsidios, o de corrupción, pero nunca nos ha ofrecido una verdadera igualdad.
Mi percepción es que en Venezuela pocas personas desean la igualdad, aunque hablen mucho de ella. Más bien quieren tener las herramientas para acercarse cada vez más a los medios de poder, desde donde mirarán hacia abajo. Si la igualdad fuera un deseo compartido con más frecuencia se rechazarían los privilegios que ofrece el Estado y trabajaríamos honradamente (como todavía lo hacen muchos millones de venezolanos) en igualdad de condiciones.
No puede pedir igualdad un buhonero que vende sus productos al mismo precio que aquel que paga impuestos y es inquilino de un local comercial. Así como no puede pedir igualdad el empleado público que alcanza beneficios tres veces mayores que su colega que trabaja en la empresa privada.
Otro buen ejemplo es el del subsidio estatal de gasolina. El venezolano se vanagloria literalmente de que goza de ese beneficio por encima de casi el resto del mundo, sin darse cuenta de que la cuota de poder que ejerce no produce nada, ni buenas carreteras, ni un buen servicio de salud, ni una mejor educación. Es el poder del privilegio lo que dá tanto gozo.
Dependerá de ambas sociedades qué lección sacarán de los 55 años de totalitarismo cubano y de los 15 venezolanos. La de continuar en la lucha por los privilegios de la corrupción —para parecernos cada vez más a Fidel, y ver desde arriba a nuestros conciudadanos— o la de asegurar espacios de libertad donde el desarrollo económico familiar y nacional dependan del trabajo de las personas.