English Por Joel Hirst
La muerte de la libertad es a menudo un lento sufrimiento. Los nuevos dictadores del mundo han aprendido que la manera más eficaz de sofocarla no es con un baño de sangre. Ya no se liquida a la libertad con pistolas o cuchillos, sino con sellos, formularios en triplicado, agencias regulatorias y colas interminables.
Los mejores soldados de los regímenes totalitarios modernos no son tropas de asalto soviéticas; son burócratas anónimos e impersonales. Es más fácil hacerlo de esta manera, porque no hay nada que resistir. Un formulario se convierte en dos; tres burócratas se vuelven cuatro. Las filas se extienden esta semana por una cuadra, la próxima semana por dos. La dificultad de la vida diaria ahoga el visceral deseo de libertad, prosperidad y dignidad: De un país mejor.
Sin embargo, a veces una voz exige atención. De vez en cuando surgen personas que no bajan la cabeza. Para ellos, la muerte de la libertad es rápida. Para Leopoldo López fue inmediata, fue violenta y fue también heroica.
Desde el día que se entregó a los matones chavistas, muchas veces me he preguntado: “¿En qué estaba pensando?” Es el líder de un incipiente movimiento de resistencia; exalcalde y presidente de un partido político; esposo y padre de dos hijos. ¿Habría hecho lo mismo yo? ¿Me hubiese rendido ante autoridades ilegítimas bajo acusaciones fabricadas? ¿Dará su sacrificio los frutos que él y sus seguidores esperan?
No lo sé.
A pesar de mis opiniones —o las de los guerreros de sillón— no era nuestra decisión. Al entregarse a las “autoridades”, dijo la famosa frase: “Si mi encarcelamiento despierta a mi pueblo, habrá valido la pena”. Un acto de valentía en medio de un desierto de egoísmo y codicia; y luego todo terminó. ¿O será que no habrá terminado todavía? Un alcalde se convirtió en un prisionero. Un padre se convirtió en un criminal. En lugar de encabezar multitudes, ahora apenas camina mansamente con sus tobillos encadenados bajo las órdenes a gritos de sus carceleros.
Qué trágico desenlace. Lo que es evidente en todo esto —lo que su acto de valentía puso al descubierto— es que el río de la libertad corre muy profundo en la sociedad venezolana. Después de 15 años de abuso, discriminación, violencia, exclusión y odio —después de 15 años de una guerra sin piedad en contra del espíritu humano— los defensores de la libertad de Venezuela siguen fieles a su causa. Igual de cierto es que —cuando la oscuridad haya caído, como debe ser; cuando perezca el mal luego de que el odio que lo alimenta se agote— los luchadores por la libertad de Venezuela triunfarán. De eso estoy seguro.
Sin embargo, esta noche mientras llevo a mi hijo a la cama, pienso en Leopoldo López —un preso de conciencia encarcelado por aquellos que no la tienen— durante su hora de luz solar diaria y me lamento. Y espero que los instintos de Leopoldo López estén en lo correcto; que su encarcelamiento sea breve y que su sacrificio lleve al despertar permanente de un pueblo que tanto necesita la refrescante luz del alba después de la oscuridad perpetua de la esclavitud.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Joel Hirst.