English Por Joel Hirst
El año pasado asistí a un evento en Rosario, Argentina, para celebrar los 25 años de la Fundación Internacional de la Libertad, un centro de investigación de orientación liberal clásico. El aspecto más interesante del evento era la presencia de Mario Vargas Llosa, novelista ganador del Premio Nobel de Literatura y, podría decirse, el más prominente defensor de las ideas de la libertad y el libre mercado en América Latina.
Durante la celebración, Vargas Llosa recibió las llaves de la ciudad de Rosario de parte de un concejal no demasiado entusiasta que dijo algo así como “aunque no estoy de acuerdo con tus ideas, respeto tu éxito” (lo cual es, de hecho, una reacción muy típica de los socialistas: “no tengo idea de por qué eres popular, pero el hecho de que lo seas te hace importante para mi”). Esta incómoda presentación fue seguida inmediatamente por uno de los grandes filósofos del liberalismo clásico en Argentina, quien severamente regañó al joven concejal: “Nosotros sabemos quién es Vargas Llosa. ¿Quién diablos eres tú?”.
En este espíritu —“¿quién diablos soy yo?” — intentaré ofrecer mis reflexiones sobre La rebelión de Atlas de Ayn Rand — una hazaña que ni siquiera grandes escritores conservadores como Whittaker Chambers lograron con demasiado éxito.
La rebelión de Atlas es por supuesto la obra maestra de Ayn Rand y la piedra angular de su trabajo como novelista y filósofa. Todo lo demás que escribió conducía a a esta obra o trataba de explicarla mejor. La trama de La rebelión de Atlas retrata a un pequeño grupo de héroes — los hombres y mujeres pensantes — en contra de la masa abrumadora de saqueadores cuya carencia de motivación y creatividad los obliga a buscar el poder político. Los héroes deciden que su única alternativa es hacer una huelga. Se rehúsan a trabajar como esclavos. Así comienza un drama que termina de la única forma posible: Con la violencia.
Los críticos y defensores de La rebelión de Atlas son bien conocidos. Este libro es un bestseller mundial, leído tanto en universidades como en los centros de poder, y en docenas de idiomas. Se ha convertido en un punto de referencia de las ideas de la libertad y blanco de sinnúmero de ataques. No puedo ofrecer nada nuevo en este sentido, a excepción de una pensada reacción entorno a uno de esos atanques: La afirmación de Whittaker Chambers, repetida por millones, según la cual “esta historia es absurda”.
Chambers, y todos los que repiten esta afirmación, están equivocados.
Me explico.
La primera vez que leí el libro (lo releo ocasionalmente, como lo hago ahora), estaba trabajando en Venezuela, durante la segunda mitad de la primera década del siglo XXI. Esos eran los años en los cuales el ahora fallecido Hugo Chávez estaba construyendo su proyecto político. Yo pasaba las noches leyendo una novela escrita hace más de de medio siglo por una inmigrante rusa en Estados Unidos que nunca había estado en América Latina, y luego pasaba el día viendo en la vida real exactamente las escenas elocuentemente descritas en el “absurdo” libro de Rand, tal como se llevaban a cabo en las calles y en los edificios de gobierno de la Venezuela socialista.
Todo estaba allí: Las leyes de “igualdad de oportunidades”, regulaciones que restringían la producción y el consumo, el embargo a la industria privada, la expropiación y el subsecuente colapso de la red eléctrica nacional (los apagones ahora son la norma), la escasez de productos y medicinas básicos (toma varios días encontrar leche, pollo y medicamentos para la presión arterial), los accidentes que son atribuidos a los conspiradores, y la limosna “humanitaria” de dinero robado para apoyar a otros estados fallidos. La Venezuela actual es una foto de postal del mundo trágico de Dagny Taggart.
Incluso peor, vi al país partirse ante mis ojos en dos bandas opuestas: Aquellos que trabajan y esperan una recompensa justa por su esfuerzo, y aquellos que toman, se aprovechan y roban mientras escupen a aquellos que producen su comida y mantienen sus luces encendidas. El último grupo es el más grande, como suele serlo, y —como sucedió en Atlas— vi con horror como se montaban sobre el aparato del Estado y las instituciones de la democracia.
Incitados por el odio, los pobres de Venezuela y los nuevos ricos Chavistas se voltearon en contra de la oposición de la antigua “clase media” al usar leyes ilegales, jueces injustos, y finalmente la violencia absoluta. A pesar de los gritos de ignorancia que surgirán cuando este desastroso experimento finalice, todo el mundo ha estado involucrado. Los que no participan directamente, lo hacen al ver hacia otro lado. Hacen causa común con el régimen que dirige sus vidas hacia la esclavitud de un segmento de la sociedad. La oposición —al menos dos millones de ellos— no acudió al barranco de Galt. Más bien, se fueron a Estados Unidos, España, Australia, Canadá, Londres, Estonia, Dubai, y otros lugares lejanos.
Lea cualquier noticia de la Venezuela actual y verá los resultados. Para aquellos progresistas que aún lo dudan —aunque deben quedar pocos— los desafío a encontrar una interpretación diferente de lo que ha sucedido tan dramáticamente en un país que una vez fue moderno y se convirtió en el “Estado del pueblo”. Y si a alguno de ustedes le interesa el tema lo suficiente, he intentado lo mejor que he podido seguir las huellas de Rand y escribir acerca de lo que he visto. El Teniente de San Porfirio: Crónica de una Revolución Bolivariana está disponible en inglés y en español. Lo invito a llevarse un ejemplar.
En Venezuela, lamentable, Atlas no se ha rebelado.
Este artículo fue publicado originalmente en el Blog de Joel Hirst.