EnglishMientras la Comisión Canadiense de Radio-Televisión y Telecomunicaciones (CRTC) discutía el viernes pasado con los ejecutivos de Netflix Inc. en Gatineau, Québec, una cosa quedó muy clara: hay un elefante en la habitación canadiense donde se regulan los medios de comunicación.
En el último día de una conferencia de dos semanas sobre el futuro de la televisión en Canadá, el presidente de la CRTC, Jean-Pierre Blais, y el representante de Netflix, Corie Wright, se sacaron chispas. El tenso y abiertamente hostil intercambio surgió de las demandas de Blais para que Netflix revele sus datos de usuarios canadienses o se atenga al riesgo de ser relegado a las reglas de la televisión canadiense tradicional.
Y con esas demandas, la CRTC reveló dos de sus rasgos más comunes: el arcaísmo y la capacidad de estar desactualizada acerca de la más evidente de las tendencias.
Afortunadamente —y con razón— Wright le dijo a Blais, aunque no en esos términos, que se ocupe de sus propios asuntos. Desde su entrada en el mercado canadiense de los medios de comunicación en 2010, el proveedor de streaming ha operado esencialmente sin regulaciones, con una exención para “medios nuevos”, permitiendo a la compañía con sede en Estados Unidos evitar tener que contribuir a un fondo para el desarrollo de contenido audiovisual canadiense.
Los proveedores de medios de comunicación en Canadá que no están bajo el paraguas de “medios nuevos”, según la Ley de Radiodifusión canadiense, deben pagar impuestos para financiar la producción de materiales hechos en Canadá. Además, deben poner a disposición de sus clientes una cierta cantidad mínima de contenido canadiense —que es lo que la CRTC ha utilizado para impulsar su cruzada en contra de Netflix.
Al solicitar la información privada de sus constituyentes, la entidad gubernamental no sólo ha encarnado tendencias predatorias similares a las del Estado, sino que le ha faltado el respeto a las mismas personas a quienes, en teoría, fue diseñada para representar.
Destacando lo que muchos en Canadá piensan, Wright brindó estas declaraciones el pasado viernes durante el evento: “Los espectadores deben tener la capacidad de votar con sus dólares y globos oculares para dar forma al mercado de los medios.” Ella señaló con elocuencia la verdadera raíz de lo absurdo: que los monstruos mediáticos canadienses Rogers y Bell están perdiendo suscriptores.
En 2013, el consumo de televisión por Internet en Canadá aumentó un 46%, según un informe publicado por la CRTC a principios de septiembre. Además, la visualización de la televisión tradicional entre los 18 y 34 años de edad —el grupo demográfico clave para los anunciantes— se redujo en casi un 4% en el mismo período. Y con eso, los magnates de los medios históricos han empezado a tomar nota.
Si la CRTC cumple con sus amenazas, el resultado solo lastimará a los consumidores canadienses. Considerando que los paquetes de cable tradicionales son prohibitivamente caros para muchos, cualquier especie de prohibición —o peor, obligar a Netflix a dejar el país— tendría como resultado que los canadienses recurran a los proxies existentes para acceder a la versión estadounidense, algo que varios seguramente ya lo hayan hecho.
El punto aquí no es contra el apoyo al contenido producido en Canadá; sino, que una organización arcaica, que representa a dos de las empresas más monopolistas y prebendarias del país no tienen derecho a exigir información privada de los usuarios —mucho menos exigirla bajo el disfraz de la protección al consumidor. La CRTC, junto con Bell y Rogers, están perfectamente de acuerdo con que los canadienses puedan escoger su programación, siempre y cuando la elijan de la selección —y franjas horarias — que ellos hayan predestinado como aceptables.
Reflejando lo que medios de comunicación rivales han estado sintiendo, el 9 de septiembre, Pierre Dion, presidente y CEO de Quebecor Inc. le dijo a la delegación que “si la comisión fracasa en actuar rápidamente después de este procedimiento, un servicio como Netflix se convertirá, en un futuro cercano, en uno de los radiodifusores más grandes del país”.
Con una recaudación estimada cercana a los CAN$300 millones (US$270,6 millones) en 2014, Dion podría tener razón. Una suscripción mensual de US$8 implica que los consumidores eligen calidad en proporción al precio, y no estar sujetos a los paquetes de televisión irracionales y prohibitivos que cuestan cuatro o cinco veces más que ese monto.
La solución real radica en convertir a los medios canadienses en asequibles mediante un mercado abierto, y no regulando a los que juegan limpio para castigar aún más a los consumidores. Si los reguladores como la CRTC permiten que esto ocurra, entonces los conglomerados como Bell y Rogers bien podrían ver a sus consumidores de regreso.
El lunes, antes de las 5 p.m., un plazo impuesto por la CRTC, Netflix anunció que no sucumbirá ante las amenazas y no difundirá la información privada de sus suscriptores, invocando, entre otras cosas, su preocupación acerca de si a la CRTC sería confiable en el manejo de la información. Un vocero de Netflix, mostrando el coraje que este Gobierno no posee, sostuvo que la organización no se encontraba “en una posición de proporcionar la información confidencial y sensible exigida por la comisión a raíz de los problemas de confidencialidad”.
La respuesta de Netflix debería ser aplaudida por su compostura, luego de un condenable pedido; hubiesen sido perdonados por decirle a la CRTC dónde ponerse su exención. Lo que no debe ser aplaudido es que una entidad gubernamental se niegue a aceptar que los medios han cambiado, y que nuevas regulaciones no solo insultan a la población de Canadá, sino además degradan al país en el cual el propio régimen afirma con frecuencia ser uno de los más libres del mundo. Desde aquí deseamos que se despierten pronto y reconozcan que están en el 2014.