Por José M. Guzmán
Si tuviera que definir mi postura frente a las cosas, creo que esta estaría influenciada por dos factores trascendentales: mi pensamiento político y mi formación universitaria.
Una me impulsa, por determinación propia y por oposición a esta realidad que vivimos, hacia el pensamiento liberal. La otra me invita a revisar el rol de una ciudad en estas cuestiones de la felicidad, la satisfacción de las necesidades, la colectivización versus la privatización, la gestión, y muchas otras tareas de un urbanista. Porque si bien es cierto que el urbanista cumple una función técnica, también cumple una política, y por tanto es imprescindible que como ciudadano que soy tenga claro cuál es mi postura frente a las formas de manejar la polis.
Esto me trae al tema de Caracas (y quizás de forma más general a Venezuela), porque no hay ciudad más emblemática que esta. Caracas es quizás donde se concentran todas las virtudes de una ciudad venezolana y al mismo tiempo todas sus problemáticas. Sin embargo, el carácter central del rol de una ciudad y de la política es en este caso lo que me mueve a escribir estas líneas.
Históricamente, nuestras ciudades —y nosotros, los ciudadanos— hemos tenido poco o casi nulo poder de decisión. Creo que es este hecho al que yo pudiera atribuirle el mayor grado de importancia sobre el porqué estamos como estamos. El ejercicio democrático, en pleno, comenzó en el año 1989: cuando se hicieron las reformas que permitieron la elección de alcaldes y concejales. Con esto no pretendo menospreciar nuestra amplia historia democrática, pero sí toca ponerla en perspectiva, porque lo que significa tener una ciudad con opciones depende mucho de nuestra opción a elegir.
Estos logros de las luchas democráticas duraron poco. Si bien muchas de estas leyes, incluyendo las leyes de planificación, fueron promulgadas a finales de la década de 1980, ya para después del golpe del 2002 empezó a revertirse el proceso. El poco tiempo que tuvimos de democracia plena falló porque la descentralización no supuso una desconcentración del poder. Es que es ilógico pensar que podía haber una real autonomía sin el control de los recursos. Por ejemplo, mientras el situado se seguía entregando no había problemas, pero pronto vimos como dejar demasiado poder sobre la mesa nos iba a costar muy caro.
La llamada Revolución Socialista, el proyecto hegemónico de control a través del Estado, es el precio. Su característica más importante desde mi punto de vista es su antiurbanismo. Porque si una cosa tiene que quedar clara es que cuando casi el 90% de la población en Venezuela está en zonas urbanas, cualquier política nacional [de lo que sea] directa o indirectamente será política urbana. La ley del trabajo, el control de precios, la terrible política energética, entre otras; todas esas políticas que pudieran considerarse no relacionadas con la ciudad, la afecta gravemente.
La calidad antiurbana del socialismo venezolano es en esencia contraria a lo que una ciudad representa. Por un lado, el modelo comunal pretende atomizar a la población, controlando los espacios de participación y reduciéndola a una búsqueda de rentas, como sucede actualmente; por otro, promulga con arrogancia que su modelo es el único capaz de solventar los problemas de la población. Lo cierto es que la ciudad es ciudad en tanto que supone la aglomeración de ideas, de oportunidades, de personas, de formas de ser, de culturas, de bienes, de servicios… de opciones.
La revolución no le perdona a la ciudad su capacidad de generar riquezas, su independencia, pero por sobre todo su pluralidad.
El verdadero éxito de la ciudad en la historia de la humanidad, es ser la única invención del hombre que ha servido para que cada uno, desde su trinchera, pueda convertir ese marco de opciones en posibilidades de acción. Acciones que suponen la realización de cada persona en lo material, personal, espiritual o cualquier ámbito que cada uno considere importante. El socialismo revolucionario es contrario a la ciudad porque busca el control de los medios de producción, de los precios, de las opiniones, de las ideas… ¡de todo!
Si tuviera que ilustrar con dos ejemplos estos puntos serían los siguientes: el fracaso rotundo de las ciudades socialistas y las constantes derrotas del chavismo en los centros urbanos. En mucho sentido hay una relación importante entre el ideario político de quien vive en la ciudad con la elección del voto. Y en realidad, por esa calidad de ciudad, estamos abiertos a una mayor cantidad de ideas y de información. No es lo mismo vivir en Aragua de Barcelona —sin aras de ofender a ese gentilicio— que en Valencia, porque en Valencia, aunque uno no quiera, está abierto a una pluralidad y aglomeración de ideas y de situaciones —por eso de que es ciudad.
Por último, una ciudad que quiera contar con opciones para crecer necesita poder ofrecerse a sí misma y a sus ciudadanos tres cosas: la capacidad para autogestionarse, autogobernarse y de generar recursos propios. Las tres son esenciales y son inseparables. De lo contrario seguiremos dejando la puerta abierta a la destrucción de la ciudad.
La revolución no le perdona a la ciudad su capacidad de generar riquezas, su independencia, pero por sobre todo su pluralidad. En ese escenario que es la ciudad, donde el hombre puede ejercer su libertad en esa multiplicidad de opciones que están presentes ante él, no pueden perpetuarse modelos que pretendan reducir esa capacidad de elección. Porque en el momento que el socialismo revolucionario pretende dirigir todas las fuerzas en la dirección de la utopía, allí habrá muerto la ciudad y la libertad.
José M. Guzmán es estudiante de urbanismo de la Universidad Simón Bolívar de Venezuela.
Publicado originalmente en Estudiantes por la Libertad.