English“Un acto estratégico de violencia con motivaciones políticas subyacentes” podría ser una definición operativa para un acto de terrorismo. Pero en el caso de la reciente serie de atentados de pequeña escala en Santiago de Chile y sus alrededores —especialmente el del 8 de septiembre, que dejó 14 heridos en una estación de metro de la capital chilena— las motivaciones políticas subyacentes están lejos de ser obvias. Nadie se ha atribuido la responsabilidad, aunque las sospechas recayeron sobre colectivos subversivos marxistas, cuyos miembros estuvieron entre los primeros detenidos.
Para la clase política de Chile, las motivaciones de los atacantes han sido relevantes solo como un medio para empañar a la oposición, al acusarla de tener vínculos con los responsables. Asimismo, la prioridad ha sido mostrar que se está “haciendo algo” para apaciguar a un público tenso, agitado por el miedo inducido por la prensa. Tal como escribió el politólogo Ethan Bueno de Mesquita en un artículo de 2007, los votantes “debido a los incentivos electores, fuerzan al Gobierno a gastar excesivamente en medidas observables de antiterrorismo”.
En ese sentido, se llevó a cabo a principios de mes la altamente publicitada visita del ministro de Interior, Rodrigo Peñailillo, a España, en el marco de una misión de recopilación de datos junto con las agencias de inteligencia de la madre patria. “Queremos conectarnos con los Gobiernos europeos”, afirmó. “De esa manera, los grupos chilenos subversivos podrán ser llevados ante la justicia”.
Vale la pena preguntarse: ¿Qué se transmitirá realmente a través de esta conexión? La experiencia del Viejo Mundo enfrentando a los yihadistas y a los separatistas, ¿realmente tiene lecciones positivas que ofrecer a los retos del Nuevo Mundo?
Las sombras de Franco
Primer ejemplo: España misma. El atentado del 11-M en los trenes de Madrid, el 11 de marzo del 2004, resultó devastador. Murieron 191 personas y otras 1.800 resultaron heridas. El gobernante Partido Popular señaló inicialmente al grupo separatista vasco ETA.
Tres días antes de las elecciones, el Gobierno español deseaba descartar la teoría de que los islamistas estaban tomando venganza por la participación de España en la guerra de Irak. Al actuar de esta manera, demostraron que las reacciones ante los ataques terroristas son tan políticas como los dudosos motivos detrás de ellos.
Sin embargo, los autores del 11-M resultaron ser un grupo yihadista con conexiones a Al Qaeda. Como detalló en su nuevo libro Fernando Reinares, miembro del Real Instituto Elcano de España, dichos personajes hacía tiempo que residían en el país y planearon el ataque previamente a la invasión de Irak.
Poniendo a un lado los motivos, el resultado fue claro: un incremento del aparato de seguridad y vigilancia española a niveles que casi habrían enorgullecido al régimen de Franco. La inactiva legislación que permitía a los sospechosos de terrorismo ser detenidos por un máximo de cuatro años, de manera preventiva, fue reactivada. Las divisiones entre la Policía Nacional, la Guardia Civil armada y los espías del Gobierno se difuminaron con la creación del Centro Nacional de Antiterrorismo.
Basándose en trozos de evidencias que serían insuficientes en la corte, las autoridad españolas deportaron a los sospechosos con escasas consideraciones acerca de su destino en el extranjero. Del Ministerio de Interior también surgió una dañina estrategia de monitoreo de mezquitas.
Diez años después, el informe de Human Rights Watch 2014 encontró múltiples denuncias de maltratos a sospechosos de terrorismo que permanecían incomunicados. En octubre, la Corte Europea de Derechos Humanos reafirmó una sentencia que consideraba ilegal la extensión retroactiva de sentencias de prisión que España había aplicado a los convictos por terrorismo. Como resultado, 31 prisioneros fueron liberados, de los cuales 24 eran miembros de ETA y no de organizaciones islamistas.
¿Los británicos nunca serán esclavos?
En Reino Unido emergió una noticia similar, después de los atentados yihadistas en el transporte público de Londres el 27 de julio de 2005. Las detenciones preventivas fueron ampliadas a cuatro semanas, y las órdenes de control se generalizaron. Los sospechosos fueron sujetos a deportaciones rutinarias, con meras “garantías diplomáticas” de que no serían torturados cuando bajaran del avión. Se creó una fuerza fronteriza con un presupuesto multimillonario que se malgastó en sus primeros años de existencia. Se empezaron a castigar con prisión las opiniones que parecieran “glorificar” al terrorismo.
En la actualidad, el insidioso poder coercitivo del Estado ha sido tan normalizado que la gente no se inmuta ante nuevos ataques a las libertades civiles; las restricciones nunca son derogadas, sino ampliadas. En abril se pudo ver cómo extendieron las razones para celebrar audiencias judiciales secretas sobre “seguridad nacional”. Pocos se preocuparon cuando funcionarios del servicio especial del Departamento de Investigación Policial ingresaron a las oficinas del diario británico The Guardian, obligando a los empleados del diario a taladrar y martillar los discos rígidos que contenían información filtrada relacionada con el sistema de vigilancia estatal.
La policía encubierta ahora se infiltra con más frecuencia que nunca en organizaciones de grupos de presión, como las ambientalistas. Ha habido reiterados casos de agentes que forjaban relaciones y tenían hijos con activistas, convirtiéndose en una de las peores pesadillas para un libertario: que el Estado se meta en tu cama.
El Gobierno conservador ha prometido que, de obtener la reelección en 2014, derogará Ley de Derechos Humanos, la única protección legal de las libertades del ciudadano además del Convenio Europeo de Derechos Humanos —el cual también podrían anular. Con un discurso perverso, el Gobierno habla de promover la libertad individual al mismo tiempo que elimina los últimos controles que sobreviven frente a la tiranía estatal. Los británicos, dice el dicho, nunca, nunca, serán esclavos —a no ser que decidan convertirse en esclavos.
Sin dormir en Santiago
Tanto en el Reino Unido como en España, la ola de la actividad antiterrorista comenzó con partidos socialistas en el Gobierno, probablemente bajo una mayor presión que los conservadores, de probar sus credenciales de firmeza ante los crímenes. De mismo modo, el Gobierno socialista de Michelle Bachelet está sintiendo la presión. Por un momento, parecía que la presidente se resistiría: en los albores de los atentados llamó a la calma, y describió a los ataques como “aislados”.
Pero el regreso del ministro de Interior desde España muestra cómo los que han estado gobernando Chile se encontraron en un punto medio con los conservadores. Están proponiendo mayor vigilancia, expandir la utilización de la inmunidad para los policías encubiertos, la prisión preventiva, y una definición más amplia de terrorismo.
Atrás quedaron los planes de derogar la ley antiterorrista de Chile, una antigua reliquia de los tiempos de Pinochet que se usaba para reprimir a sospechosos; en cambio, la ley será incorporada al Código Penal de país. Los conservadores chilenos buscan que los agentes secretos cumplan el mismo rol que la policía, pero sin ningún tipo de supervisión y con muchas menos restricciones frente a las libertades civiles.
Lejos de la histeria incitada desde la capital, los chilenos tienen razones para tener miedo. La ley antiterrorista ha sido utilizada en varias oportunidades en los últimos años para investigar y encarcelar a activistas mapuches, un grupo indígena con más de 1 millón de miembros, lo que despertó la ira de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Dan poca tranquilidad las vagas garantías de que las nuevas leyes no están diseñadas para sofocar los “conflictos sociales”. Tal como lo demuestra Europa, cuando al Estado se le da el martillo, tiende a ver todos los problemas como un clavo.
Si a los Estados europeos —construidos sobre una tradición de derechos y transparencia que les fue difícil obtener— les ha costado mantener un sano equilibro, en Chile, que recientemente sale de dos décadas de una dictadura cuyos rastros siguen en la legislación, deberían encenderse todas las señales de alarma. Muchos de sus vecinos apenas necesitan de un incentivo para reforzar sus propios aparatos de seguridad estatal.
Incluso los libertarios más fervientes concederían que el Estado tiene un papel que jugar en la protección de la vida de sus ciudadanos. Pero la respuesta tiene que ser proporcional y medida, no las reacciones intempestivas que han infringido libertades y han dañado el discurso democrático en Europa.
“No hay lugar para el terrorismo en un sistema democrático”, dijo Peñailillo luego de su travesía al otro lado del océano. Entonces, ¿qué tiene que irse, el terrorismo o la democracia? Eso dependerá de la decisión de Chile.
Traducido por Génesis Méndez, Pablo Schollaert y Adam Dubove .