Por Sebastián Espíndola Yáñez
Cada día que transcurre la Constitución chilena vigente se aproxima a convertirse en un legajo de papeles y tinta olvidado en el catálogo que nadie consulta de la biblioteca. El 2015 será el año clave para abordar, indefectiblmente, la elaboración de la nueva Constitución que la izquierda anhela desde hace mucho. Un proceso ex profeso e indubitable, porque las situaciones espontáneas no tienen cabida en esta coalición gobernante, ni menos, en su proyecto ideológico para incorporar todos los planes de igualitarismo en el ordenamiento jurídico.
Podría resultar en una pésima estrategia para el Ejecutivo acelerar la aprobación expedita de sus planes. Recurrir a las mayorías en el Congreso pondría en evidencia la inexistencia de diálogos y la falta de voluntad para llegar a un acuerdo en beneficio del país —situación la que Chile ya está inmerso—, muy alejado de una sana negociación entre adversarios políticos.
¿Cambio o reforma?
¿Será lo mismo cambiar que reformar una Constitución? Apelando únicamente a la semántica más simple, cambiar implica “dejar una cosa o situación para tomar otra”, pero también puede hacer referencia a”convertir o mudar algo en otra cosa, frecuentemente su contraria”. Por otro lado, reformar incluye el hecho de “modificar algo, por lo general con la intención de mejorar”.
En ambos conceptos se repite la premisa de generar algo distinto al estado original de una cosa, la diferencia está en que el cambio implica una transformación esencial. En el aspecto político, cuando estamos ante un proceso que está tomando forma en la realidad, donde se pretende suprimir un código político por otro totalmente nuevo, sin la idea de mejorar el existente, parece correcto hablar de un cambio, y no de una reforma.
Manipulación y cobardía
La razón detrás de la supuesta necesidad de una nueva Constitución es aparentemente el malestar de la ciudadanía de los últimos años —en especial en 2011— en los que la gente se arrodilló bramando por una nueva carta fundamental que se ajuste a los nuevos tiempos. El malestar no fue espontáneo, era producto de la sugestión colectiva causada por el empeño de la izquierda en manipular los gremios con objeto de convencer falazmente a la sociedad de vivir en tiempos miserables y en esclavitud de un capitalismo alienante. También, por falta de coraje de la Alianza en defender correctamente las ideas de la dignidad de la persona, la libertad, el emprendimiento y el progreso.
Este cambio tiene como mentor ideológico al profesor Fernando Atria, quien lleva años caricaturizando la Constitución como una “constitución tramposa”. Una puerta repleta de cerrojos que durante décadas fue modificada en un sentido accidental y, que representa un entorpecimiento al plan igualitario y de dilatación estatal que Nueva Mayoría quiere imponer. Atria advierte la necesidad de pasar por encima de la Constitución Política de 1980 “para conseguir la legitimidad deseada” a través de una Asamblea Constituyente. De lo contrario, de ser concebida por el Congreso Nacional, todos los legisladores negociarían sus votos para salir “beneficiados” y el cambio sería similar a la reforma del 2005.
Ante la encrucijada
Estamos en presencia de un momento decisivo para las futuras generaciones, porque el cambio constitucional alteraría la realidad objetiva, acabando por arrastrar a la sociedad en dependencia del gran Gobierno. Nunca debemos olvidar que en el telemprompter ideológico de la izquierda estará presente la expansión del Estado, siempre, haciendo de la libertad y de la democracia conceptos vanos que desconocen la capacidad de cada uno para conducir sus propios destinos y anhelos.
Sebastián Espíndola Yáñez es estudiante de Derecho en la Universidad Bernardo O’higgins. Actualmente se desempeña como colaborador asociado del think tank Ciudadano Austral.
Publicado originalmente en ChileB