Por Daniel Birrel
En nuestros días, algunos temores comunes de las personas asalariadas son la pérdida del trabajo, una enfermedad catastrófica, una vejez desprotegida, la falta de medios para educar a los hijos y para acceder a una vivienda. El nuevo campeón que promete amortiguar estos temores es el denominado progresismo, triunfador en todas las recientes contiendas electorales en la región.
El sustento ideológico del modelo supone la continua creación de los llamados “derechos sociales”, pero sin asfixiar la economía. Conjugando progreso social y económico, con acierto semántico se autodenominan “fuerzas progresistas”.
El sistema requiere de una base previa de desarrollo económico y social, ya que no se puede repartir pobreza. Debe ser, además, financiable a través de impuestos o de empresas estatales rentables. Por último, requiere conquistar la mayoría de los votos.
Los progresistas “serios” hacen gran hincapié en la responsabilidad fiscal. En teoría, de acuerdo a su manual, mientras se mantenga un presupuesto fiscal equilibrado, el Estado benefactor será un sistema estable. De ahí que en sus campañas políticas siempre propongan nuevas “conquistas sociales” asociadas a un incremento de los impuestos, cuidando de no afectar a su propia base electoral. La frontera que divide el progresismo “serio” del populismo sería precisamente la sostenibilidad del Estado benefactor.
Entre 1924 y 1939, precedido por una severa crisis financiera, los regímenes democráticos en Europa se redujeron de 24 a 11. El colapso de la democracia se insinúa con la fragmentación de partidos o de naciones, y con la aparición de grupos no-sistémicos. Es una lección bien aprendida: el populismo amenaza la supervivencia de la democracia. La variante actual y latinoamericana pasa por mantener las formas de la democracia (el acto de votar), mientras se cercena el Estado de derecho, como en las democracias totalitarias que son populistas.
Nunca es el equilibrio fiscal, sino la inversión en buenos proyectos, lo que mantiene el dinamismo de la economía.
En democracia, los candidatos —progresistas y populistas de izquierda y derecha— compiten para ser mayoría ampliando gradualmente la oferta de derechos sociales. Ciclos favorables en el precio de las materias primas o un bajo endeudamiento del fisco, serían bonanzas temporales que impulsarían el populismo. Por ejemplo, el superciclo de la soja, que dio sustento al relato de la presidente argentina Cristina Kirchner. O el petróleo, que financió la aventura chavista. En Chile los fondos soberanos del cobre ayudaron —hasta el momento— a evitar la tentación populista.
El programa de la presidente chilena Michelle Bachelet señala: “Aumentar la carga tributaria para financiar, con ingresos permanentes, los gastos permanentes de la reforma educacional que emprenderemos, otras políticas del ámbito de la protección social y el actual déficit estructural en las cuentas fiscales”. Alberto Arenas, ministro de Hacienda, es el campeón del superávit estructural del fisco, por tanto podría decirse, un programa progresista.
Nuevo populismo
El populismo puede adoptar otra modalidad más difícil de prevenir y detectar que denominaremos “nuevo populismo”. Para definirlo, usaremos el slogan de Bachelet “educación gratuita para todos”. Este fue instrumental para lograr la mayoría, pero el programa —aquello que describe cómo se financiará e implementará la promesa— solo se comenzó a explicitar meses después de alcanzar el poder.
La reforma tributaria ya aprobada en Chile limitó la capacidad de ahorro de las empresas, especialmente de las pequeñas y medianas, incrementando la recaudación fiscal en aproximadamente 3% del PIB. El efecto no se ha hecho esperar: se observa un deterioro generalizado en las expectativas empresariales mientras la inversión como porcentaje del PIB caerá en 9,6% en 2014. Así, el crecimiento esperado en 2014 es menor a 2% y para 2015 apunta a un modesto 3%, luego de varios años de buen desempeño bajo el anterior Gobierno.
Arenas respondería que lo anterior no es problema, porque el programa de reformas estructurales de Bachelet apunta a invertir en las personas, lo que sustentaría la productividad de largo plazo. Pero aunque nadie puede predecir a ciencia cierta la forma en que cristalizarán las reformas —donde además de una increíble falta de foco se modifican continuamente los proyectos—, el peligro mayor, permanente y de largo plazo, es que el retorno de estas supuestas inversiones resulte sumamente bajo, condenando a la economía a un crecimiento potencial inferior. Es lo que el Financial Times de Londres recientemente denominó “la nueva mediocridad”.
El falso Estado benefactor (aquel que entrega subsidios y no exige nada a cambio) es una droga adictiva que desvirtúa la libertad.
Nunca es el equilibrio fiscal, sino la inversión en buenos proyectos, lo que mantiene el dinamismo de la economía.
Un país abierto como Chile quedará más expuesto ante coyunturas internacionales desfavorables, con menor capacidad de maniobra, porque necesariamente deberá incrementar su endeudamiento solo con objeto de mantener la inversión. Adicionalmente, no todas las empresas podrán remplazar ahorro (utilidades no repartidas) por deuda financiera, lo que limitará la diversificación de la inversión (otro factor de riesgo), incrementando así la concentración de la riqueza.
Las tensiones sociales —más desempleo, menor ingreso disponible— a su vez actuarán de acicate para derivar en populismo puro y duro en la próxima elección por ejemplo, manoteando los fondos soberanos y luego los de pensiones.
El Estado benefactor deshumanizante
Los progresistas se autoproclaman paladines de la solidaridad y de una sociedad constituida por ciudadanos y no por meros consumidores. Paradójicamente, sus “conquistas sociales” inocularían la desafección por la polis y un individualismo deshumanizante.
Para superar sus carencias, el hombre debe aportar sus talentos colaborando y trabajando con los demás. Así, saliendo de la “cárcel del yo” puede dejar atrás los miedos, la soledad y la pobreza de cualquier tipo. No obstante, lo único que este requeriría para satisfacer un número creciente de necesidades, es salir a marcar la mejor oferta —progresista o populista— dentro de una papeleta de votación.
Esta modalidad de Estado benefactor parece erosionar la productividad de las personas, ya que incrementa artificialmente el valor del ocio y del consumo presente. Reflejos de ello serían el alto endeudamiento de los jóvenes profesionales chilenos, así como las altísimas tasas de deserción y los excesivos tiempos de estudio de los sistemas universitarios gratuitos en Argentina y España.
“Una generación de eternos estudiantes desempleados que ya no aprendió a trabajar”, sentenciaba un joven inmigrante español. A diferencia de sus antepasados, hoy relativamente pocos se estarían aventurando “a la conquista de América”. El falso Estado benefactor (aquel que entrega subsidios y no exige nada a cambio) es una droga adictiva que desvirtúa la libertad.
¿Quién podría discutir los méritos del discurso progresista? Parece urgente, en nuestras democracias, convencer a los ciudadanos de los beneficios de la libertad haciendo buena política, es decir sumando a las mejores ideas un excelente discurso.
No es suficiente el balance fiscal estructural. La inversión pública (en salud y educación) debería someterse a rigurosos criterios de rentabilidad social con objeto de proteger la estabilidad del sistema. En caso contrario veremos florecer el nuevo populismo, que también mata la democracia, pero más lentamente.
Daniel Birrel es economista de la Pontificia Universidad Católica de Chile, ha trabajado en trading, mercados a futuro, marketing, zonas francas, y además es empresario y consultor.