EnglishMuchas cosas se han dicho sobre este país suramericano, en su mayoría negativas. No obstante, muchas de estas anécdotas de socialismo, escasez y miseria, se enfocan en su región central, en especial en la capital, Caracas.
No sería una exageración alegar que la calidad de vida del venezolano común ha disminuido dramáticamente, sin embargo, si vives en la zona central del país te puedes considerar levemente privilegiado.
Un ejemplo se pudo observar durante la escasez de gasolina que ocurrió hace un par de semanas: mientras diferentes ciudades y pueblos del país experimentaron largas colas, y los conductores se vieron obligados a madrugar para poder llenar el tanque del vehículo, en la ciudad capital no se experimentó tal anomalía. A pesar de lo golpeada que se encuentra Caracas, para el Gobierno central esta sigue siendo su punto crucial —el interior del país por otro lado no goza de semejante suerte.
Pueblo pequeño, infierno grande
Muchos pensarán que en los pueblos se puede conseguir un poco más de seguridad y paz, pero esto no puede estar más alejado de la realidad. En Venezuela tenemos un popular dicho: pueblo pequeño, infierno grande; y actualmente esto aplica más que nunca.
Resulta que, en el país mas peligroso del mundo según el índice de seguridad ciudadana de Gallup, los espacios para sentirse seguro están cada vez más limitados. En el caso de los pequeños pueblos venezolanos, el hampa está por doquier, por lo tanto es fácil conocer quién es el delincuente de la cuadra, o saber si tus vecinos tienen unos “muertos encima”. Nadie se atreve a denunciar, ya que los delincuentes tienen contactos dentro de los cuerpos policiales y el sistema judicial tampoco brinda confianza.
En muchos pueblos pequeños de Venezuela es considerado “normal” un enfrentamiento entre bandas criminales en frente de los hogares
Al tener poca densidad poblacional y disponer de poco territorio, no ocurre lo mismo que en las grandes ciudades. En Valle de la Pascua, un pequeño pueblo ubicado en el Estado de Guárico, ya ni el frente de los hogares puede ser considerado seguro, sin importar la zona donde vivas.
En ese y en muchos otros pueblos pequeños de Venezuela es considerado “normal” un enfrentamiento entre bandas criminales en frente de los hogares. Es la regla regresar a casa a las seis de la tarde y no volver a salir hasta el día siguiente, porque ser una victima más de la delincuencia “es tu culpa”, por haber estado fuera de casa a tales horas.
El Estado se ve así eximido de su responsabilidad. Un Estado que fue incapaz de volcarse en sus verdaderas competencias —como garantizar la seguridad de los ciudadanos— pero que sí ha sido muy efectivo en otras: generar miedo y frustración, no solo de los delincuentes comunes, sino del más grande de todos, el mismo Gobierno.
Un problema agravado
La escasez de productos se agrava mientras más lejos se vive de la zona central e industrializada del país: por más básicos que sean, los productos son más costosos y difíciles de conseguir. Mientras que en las grandes ciudades aún se pueden encontrar supermercados, en los pueblos pequeños del interior solo hay abastos, y muchas veces hay que ser amigo del dueño de la tienda para poder comprar. Otros, con familiares que vivan en ciudades aledañas, esperan a que les manden lo que no hay en el pueblo.
El mismo mal aplica para las medicinas y tratamientos médicos. Los hospitales, al igual que en las ciudades, se encuentran en mal estado y no están en condiciones para atender determinadas enfermedades. Los habitantes deben entonces, o bien trasladarse a Caracas u otras ciudades para poder recibir asistencia médica apropiada, o entonces realizarse cirugías en clínicas privadas, con todos los gastos extra que esto implica.
Como suele suceder, el Estado ha fracasado en su intento de subsidiar a las clases populares a través de programas como Mercal, la Productora y Distribuidora Venezolana de Alimentos (PDVAL) y sus Centros de Diagnóstico Integral (CDI). Ha malgastado los recursos en programas que resultan insuficientes, menospreciando la capacidad productiva del mercado para cubrir estas necesidades y entrometiéndose —una vez más— en donde no le compete.
Bajo el engaño del Estado benefactor
Lamentablemente no se avizora un cambio, ya que es justamente en estas regiones alejadas y marginadas donde el Gobierno más consigue simpatizantes, por más paradójico que suene. Esto se debe a, entre otros factores, la falta de instituciones educativas privadas y la fuerte politización de las públicas ya existentes. Al crearse las misiones educativas en el interior, muchas personas acudieron a estas por falta de otra opción.
Otra causa es la gran injerencia del Estado en los pueblos agricultores tras las expropiaciones realizadas a hatos, haciendas y empresas privadas como Agroisleña, rebautizada como Agropatria. Al acabar con la industria agrícola y el empleo privado, la meta del ciudadano que vive en estas zonas consiste en obtener empleo en algún ente u organismo gubernamental, el cual exige fidelidad política al Gobierno revolucionario.
Caen ante el paternalismo que caracteriza al Estado venezolano, y consideran al Gobierno como el bueno de la historia de terror que viven diariamente. No lo consideran el responsable de la escasez, la falla de servicios públicos, los problemas viales y la delincuencia, muchas veces impulsados por el discurso populista y la empatía que sienten —en especial los llaneros— por el fallecido presidente Chávez, a quien consideran como parte de su “casta”.
En Venezuela nos encontramos ante un caso de síndrome de Estocolmo tamaño macro, porque las víctimas adoran a su victimario: el socialismo.
Editado por Daniel Duarte y Elisa Vásquez