Por: Andrea Rondón GarcíaEnglish
Ningún venezolano puede dejar de estar consciente del momento que atravesamos como país, y preguntarnos cómo, desde nuestros espacios, podemos contribuir a cambiar esta anomia que nos ha tocado vivir.
Me enfocaré desde mi experiencia como lo que fui: estudiante de la Universidad Central de Venezuela, y como lo que soy hoy en día, abogada y profesora universitaria.
Cada vez que entro a un recinto universitario, a través de sus estudiantes o de su personal docente, hoy más que nunca siento una constante: la obligación de tener presente el país que nos ha tocado vivir y, como consecuencia de ello, la necesidad de que las clases no estén divorciadas de la realidad nacional.
Esta conciencia de la realidad del país nos impone el compromiso de ser activos, políticos en el sentido filosófico de la palabra, es decir, preocupados por los asuntos públicos.
Independientemente de si hacemos vida académica o docente, o las razones por las cuales cursamos estudios de pregrado y postgrado, tenemos el deber de seguir con nuestras líneas de investigación. Este deber siempre ha existido, aún antes de este momento, pero ahora, con las circunstancias actuales de Venezuela, sería una irresponsabilidad eludirlo.
Nuestra obligación de actuar no es sólo para cambiar este estado de cosas, sino también para no ser cómplices
Y sería la mayor de las irresponsabilidades porque ha habido un constante irrespeto a los derechos civiles y políticos. Este es un país en el que: 1) por ejercer la profesión de abogado, al abogado de una empresa, sin ser accionista o director, se le imputa del delito de boicot; 2) las instituciones están secuestradas, basta con ver las últimas estadísticas de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en el que un particular nunca obtiene una sentencia a su favor si litiga contra el Estado; 3) en el que los dirigentes de oposición están presos o se allana la inmunidad parlamentaria a la diputada que intenta hacer el trabajo para el que fue democráticamente elegida.
Pero el desconocimiento también es de los derechos y libertades económicas, tanto o más importantes que aquellos, porque sin estos, no hay sustrato material posible para ejercer los demás derechos y libertades.
Desde hace más de una década tenemos un control de cambio a través del cual el Estado ha monopolizado la compra y venta de divisas. Desde hace más de una década se inició, aunque para ciertos rubros, un control de precios que hoy en día es generalizado.
Desde hace algunos años, en varias leyes, como la Ley Orgánica de Precios Justos; Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y Trabajadoras; y Ley Orgánica de Seguridad y Soberanía Agroalimentaria, se han establecidos medidas que atentan contra la propiedad privada y la libertad económica. Desde hace algunos años la expropiación se desnaturalizó y dejó de ser una garantía constitucional de la propiedad para ser hoy en día una sanción.
La gran mayoría de las leyes de nuestro ordenamiento jurídico establecen que la materia objeto de esa ley se declara de interés público, lo que se traduce en un régimen más intenso de control y supervisión por parte del Estado; habilitación al Estado para actuar con mayor discrecionalidad y habilitación al Estado para imponer mayores obligaciones para los particulares.
En suma, en los últimos años hemos sido testigos de la transformación del ordenamiento jurídico que desconoce los derechos y libertades individuales y amplía, de forma injustificada y arbitraria, los poderes del Estado. Frente a esto, como universitarios y como ciudadanos tenemos el deber de denunciar los ataques contra los derechos y libertades individuales.
Pero además, nuestra obligación de actuar no es sólo para cambiar este estado de cosas, sino también para no ser cómplices, porque se contribuye al debilitamiento de nuestras instituciones con omisión; con conformarnos; con decir “yo no firmé, yo no decido”.
Desde que ingresé a la universidad, con o sin conciencia para ese momento, decidí que quiero vivir en libertad
Recordemos lo que nos dice Hannah Arendt sobre la banalidad del mal y su análisis de Adolf Eichmann, autor intelectual de la gran maquinaria que se empleó para el genocidio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
Él no era un “monstruo” que odiaba a los judíos. De hecho, alguna vez declaró que tenía amigos judíos. Él sólo era un burócrata, un operario dentro de un sistema basado en los actos de exterminio. La «banalidad del mal» significa que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos ni las consecuencias de los mismos.
Así que nuestro deber adquiere mayores dimensiones si consideramos que con nuestras omisiones nos hacemos partícipes de lo que está pasando.
Yo no quiero vivir en una “sociedad condenada”, como la que describe Ayn Rand en La Rebelión de Atlas:
“Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos, sino, por el contrario son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá, afirmar sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada”.
Tenemos un compromiso de vida. Desde que ingresé a la universidad, con o sin conciencia para ese momento, y hoy con plena claridad de ello por las herramientas que me ha dado la Universidad, decidí que quiero vivir en libertad. Pero como me recuerda Thomas Mann, la libertad no es gratuita, se pelea, y yo he asumido el compromiso de hacerlo como profesional, como profesora universitaria y como ciudadana.
Andrea Rondón García es doctora en Derecho de la Universidad Central de Venezuela. Es miembro del Comité Académico de Cedice Libertad, y se desempeña como profesora de la Universidad Católica Andrés Bello y de la Universidad Metropolitana. Síguela en @arondon75.