En estas últimas semanas en Argentina celebramos varias de nuestras fechas patrias más emblemáticas: el 25 de mayo (Revolución de Mayo), el 20 de Junio (Día de la Bandera), y el 9 de Julio (Día de la Independencia). Conmemoraciones que hacen, en su conjunto, lo que popularmente muchos denominan nuestra identidad nacional. Al margen de estas celebraciones, que últimamente se les intenta dar una connotación política muy fuerte, en particular hace tiempo que se encuentra instalado en varios ámbitos de Gobierno un discurso donde intentan resignificar conceptos como “soberanía”, “lo nuestro” y “tener patria”.
En línea con estas estimaciones públicas sobre soberanía y unidad nacional, la histórica aerolínea de bandera, Aerolíneas Argentinas, fue nuevamente estatizada hace un par de años, y ha acumulado, hasta la fecha, un historial de récords relacionados con su déficit operativo, pero no ha tenido ningún logro relacionado con su eficiencia. Los voceros de la compañía no hacen más que dar declaraciones institucionales sobre la mala situación de la concesionaria anterior, y el recupero de su estructura, pero sin mencionar las enormes pérdidas netas que genera, ni su discutible productividad.
Históricamente, en Argentina se han financiado obras viales, de infraestructura, y también empresas aéreas como esta, que se supone tienen su pérdida justificada, no importa cuán grande sea, con el argumento de que se trata de una integración del territorio nacional.
Ahora bien, pregunto, ¿es esa la manera de lograr los objetivos detrás de dichos argumentos?
Si el fin último es la conectividad del territorio nacional, y la accesibilidad a los usuarios, mantener una empresa entera con una estructura harto onerosa, con pérdidas, no parece ser la política más eficiente para lograr el objetivo. British Airways tiene un promedio de personal de 142 personas por aeronave, Aerolíneas Argentinas con posibles diferencias sustanciales de escala, cuenta con un número bastante mayor, son aproximadamente 188 personas por avión y; por dar un ejemplo, una empresa de bajo costo (low-cost) como RyanAir, que opera en Europa, cuenta con una dotación de menos de la cuarta parte de las líneas standard, solo 32 personas por aeronave.
A la luz de estos datos podríamos pensar que para los efectos de resultados de política económica, es indiscutible que sería mucho más conveniente aplicar una política de cielos abiertos y dejar entrar a la competencia a toda aquella aerolínea que lo desee, las de bajo costo (low-cost) incluidas.
En todo caso, se podría subsidiar con las líneas de bajo costo las rutas de poco volumen, que no rentables y que se desean mantener por cuestiones estratégicas. Y hasta sin siquiera intentar aquí ser exhaustivo en el análisis de posibilidades, uno también podría imaginar diferentes esquemas con aeronaves menores combinado con este concepto.
Todo esto generaría que las vías que se quieren tener abiertas por cuestiones de conectividad estratégica permanezcan operativas y, en segundo lugar, con la apertura a la competencia se promovería una baja sustancial en el precio promedio de las tarifas. Sin ir más lejos, por usar un ejemplo cercano en América Latina, desde que en Panamá se autorizó la apertura de rutas a nuevas compañías, como el caso de VivaColombia (aerolínea de bajo costo), las tarifas cayeron hasta 75%.
Es una ecuación simple que a mayor competencia, y más aún con el ingreso de aerolíneas de bajo costo, el costo promedio del ticket baja sustancialmente, y eso tiene su impacto positivo sobre los usuarios y fomenta el uso de estos medios de transporte.
Aerolíneas Argentinas, desde su retorno a manos del Estado, ha intentado por varios medios, formales e informales, quedarse con el manejo dominante de las rutas locales, sin importarle el costo ni la forma de llevarlo a cabo. Si hubiese prosperado la disputa que tuvo con LAN por los hangares en el Aeroparque Metropolitano de Buenos Aires, la compañía hubiese quedado imposibilitada de operar. Si por el contrario, se generalizara la apertura a la competencia, mejoraría positivamente no solo la calidad general de viaje para los usuarios, sino también los tiempos de los mismos y la seguridad, pues posiblemente muchas más personas podrían optar por un traslado aéreo, que antes eran impensables, frente a la opción de transporte terrestre, que por cierto, tienen una tasa de accidentes mucho mayor.
En resumen, dado el presente análisis pareciera hacerse difícil defender, aún si no importara el argumento de fondo, la efectividad o el costo a los contribuyentes (que son quienes soportan las pérdidas anuales de la aerolínea bandera), tener que mantener una empresa que ha llegado a perder US$2 millones por día, contra tener un mercado mucho más pujante de oferta aeronáutica y, teniendo que subsidiar sólo algunas rutas, que perfectamente las pueden cubrir aerolíneas cuya estrategia central es minimizar los costos por vuelo.
La prédica nacionalista básica y retórica, con un discurso vacío y repetitivo, que harta por la forma y no por su —escaso— contenido, no lleva a nada. Sin premisas coherentes más que palabrerías extractadas de los anaqueles del marketing, que promueven sentires en su versión extrema que alimentan y se alinean en algún punto con la xenofobia; y para peor, generan resultados de políticas públicas cuestionables.
Al margen de todo esto, podríamos atrevernos a pensar también honestamente que, quizás las naciones no se miden solo por límites geográficos, que en definitiva son accidentes históricos, sino mayormente por cuestiones culturales y por el sentido de identificación y pertenencia que eso genera en las personas como sociedad.
Gonzalo Macera es economista, consultor y empresario argentino. Es escritor sobre temas económicos y políticos para diferentes medios. También profesor universitario y colaborador de la Fundación Bases. Síguelo en @zalo_mac.