EnglishPor Cecilia Fernández y Daniel Birrell
La caída libre del apoyo ciudadano al Gobierno de Michelle Bachelet y a su persona anticipan el posicionamiento de los partidos (y de los candidatos) para las primarias presidenciales de 2017. Los políticos con aspiraciones, tanto de la Nueva Mayoría como de la Alianza (o como se vengan en denominar estos conglomerados para ese entonces), con frecuencia validan un dogma programático de Bachelet: Chile requiere reformas. Algunos políticos de derecha incluso se apresuran a decir que se requieren todas las reformas que promovió Bachelet, pero bien diseñadas e implementadas. Es decir, el problema sería del chef y no de la receta.
Cuando se dice desde el Gobierno que las reformas deben adecuarse a los tiempos, y por ello algunos objetivos se deben postergar (bajo el denominado “realismo sin renuncia”), se vislumbra el clásico populismo que conduce a los países a la debacle fiscal y también a una mala vecindad. Chile ha sido y por muchos años será un país donde los ciclos económicos se amplifican, debido a su fuerte dependencia del precio de los commodities.
Las inevitables vacas flacas impiden mantener un Estado Benefactor que, en régimen, se diseñó para alcanzar un hipotético balance fiscal en su momento estelar, es decir durante el llamado “súper-ciclo de las materias primas”. Se ha dado así la espalda a la tradición de buena macroeconomía que primó desde fines de los 80 y bajo todos los Gobiernos. Adicionalmente, por buenos o malos motivos se ha relajado la disciplina de evaluación social de los proyectos de inversión y gasto público, siendo el Transantiago el mejor ejemplo de dichas malas prácticas.
“La prolongada debilidad de la inversión ha sido uno de los elementos más llamativos del último ciclo. Luego de crecer a tasas récord y llegar a 26,6% del PIB en el 2012, su variación anual ha sido negativa por más de seis trimestres, uno de los peores registros de las últimas tres décadas”. (Banco Central de Chile, IPOM 062105). Se dice desde el Gobierno que ello es efecto de un escenario externo negativo, pero el mismo informe lo refuta indicando que “a partir del segundo semestre del 2014, el componente autónomo de la confianza adquiere mayor relevancia, explicando una parte relevante de la dinámica de la inversión”. (Ibidem).
Tal ha sido la desazón que ha producido el programa de reformas de Bachelet. No solo ahuyentó a los inversionistas, sino también saturó, con su lluvia de reformas, la capacidad de propuestas alternativas de la centroderecha, sumida hasta ahora en un silencio de ideas y por tanto de liderazgo.
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El problema que aqueja a Chile no es un escenario internacional adverso, ni es solo un mal Gobierno. Es más bien una profunda crisis de confianza de la ciudadanía en el sistema político (y por ello en los partidos, los parlamentarios y el Gobierno). Pero también en el sistema judicial, en la eficacia de las policías, en la ética de las grandes empresas y empresarios, en la calidad del sistema de salud público y la legitimidad del privado, en la sostenibilidad del sistema de pensiones y en la calidad de la educación pública. Incluso el hasta ahora prestigioso Servicio de Impuestos Internos figura como instrumento de vendettas políticas.
A los ojos de muchos ciudadanos el lucro es sospechoso, la propiedad privada de bienes que generan servicios básicos (agua, electricidad) y de recursos no renovables (minería) es cuestionada. Se discute abiertamente la legitimidad del estado de derecho y de la unidad administrativa y territorial en la Araucanía, donde no faltan políticos de todo el espectro que se apresuran a declarar la deuda del Estado con los pueblos originarios.
Da lo mismo quién suceda a Bachelet, este escenario deja poca holgura para tropiezos y liderazgos débiles y no focalizados.
¿Se puede sustentar la legitimidad de un Gobierno en la propuesta y ejecución de una serie inabarcable de reformas estructurales? Esta fue la apuesta de Bachelet y de su primer círculo de hierro, compuesto por jóvenes que no provenían de la vieja Concertación y que reeditaron esa efervescencia parisina de mayo del 68. Pareciera que Chile es un país alérgico a los Gobiernos refundacionales, y de estos hemos tenido tres desde el año 70.
Pero esta ecuación está incompleta si no se apunta también a otra mega-tendencia desde el año 90. La mayoría de los chilenos se han acostumbrado a exigir más y ahora (salud, seguridad, transparencia, subsidios), y votarán por aquel o aquella que les ofrezca más.
Existe espacio para reformas (en algunos casos profundas) que promuevan buenos resultados y que dejen menos margen para los abusos que socavan la confianza
Un legado inesperado de este Gobierno es el retorno a la política chilena de los famosos tres tercios, de la mano de una ley electoral y de partidos que promueve el fraccionamiento y la dispersión. Ello hará aún más difícil enmendar el rumbo en un sistema presidencialista con mayorías parlamentarias esquivas y efímeras.
En suma, es improbable contar con los votos para aprobar reformas que vuelvan a poner el acento en la responsabilidad personal y en la iniciativa privada. Pero vale la pena levantar la voz y perder en las urnas, señalando un camino claro, propio y factible, porque siempre llegará el momento para las buenas ideas.
Un Churchill criollo que proclame I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat. Porque en un corto plazo el esfuerzo de todos volverá a dar los extraordinarios resultados que convirtieron a Chile en una estrella del desarrollo.
En paralelo, se podría fustigar sin vergüenza (por ejemplo) la gratuidad en educación superior, porque es una idea socialmente injusta y económicamente ineficiente. Y (sin necesidad de decirlo de esta manera) que los principios de subsidiariedad del Estado, el derecho de propiedad, la libertad de emprendimiento, de mercado y de precios, no son sinónimo de la forma en que éstos han cristalizado en los sistemas de pensiones, de salud, de educación (especialmente pública), de servicios públicos, de regulación del sistema financiero y de los Gobiernos corporativos.
Es decir, que existe espacio para reformas (en algunos casos profundas) que promuevan buenos resultados y que dejen menos margen para los abusos que socavan la confianza. Reformas que sostengan un programa de Gobierno sin complejos ni populismo, y que apunten a esa mayoría que aprendió que la prosperidad no es una dádiva del gobernante.
No caben aquí las generalizaciones, no caben las propuestas de grandes promesas a lo Bachelet, es decir sin detalle ni contenido. Pero precisamente las crisis son el mejor momento para promover cambios responsables. Por ejemplo, para promover una profundización del sistema financiero hacia personas y empresas de mayor riesgo, mejorando los contratos, acelerando y limitando los tiempos de recuperación de deudas vencidas, y liberalizando la tasa de interés.
Ahora que están próximas a aprobarse las nuevas normas sobre financiamiento de la política y de los partidos, es previsible una mayor sobriedad en las campañas. ¿Será también una oportunidad para proponer un programa acotado y sensato que se focalice en restaurar gradualmente la confianza?
Cecilia Fernández Taladriz conduce un taller de literatura y es diseñadora de indumentaria y pintora. Daniel Birrell es economista y empresario. Escriben artículos de opinión que se publican en diversos medios electrónicos y en la página https://fernandezcecilia.wordpress.com.