“Si viese usted a Atlas, el gigante que sostiene al mundo sobre sus hombros, si usted viese que él estuviese de pie, con la sangre latiendo en su pecho, con sus rodillas doblándose, con sus brazos temblando, pero todavía intentando mantener al mundo en lo alto con sus últimas fuerzas, y cuanto mayor sea su esfuerzo, mayor es el peso que el mundo carga sobre sus hombros, ¿qué le diría usted que hiciese? […] Que se rebele”.
–Ayn Rand, La Rebelión de Atlas
En Venezuela, un oso polar está en todas partes. Tanto en los supermercados de los ricos (cuando tenían alimentos para vender) como en los puestos pintados de rojo de los barrios más marginales. No hay nada más omnipresente que Polar.
Si los extranjeros conocemos a Venezuela como la tierra de bellas mujeres que ganan concursos de belleza y de ilimitadas reservas de petróleo, Venezuela es definida por los propios venezolanos por ese oso, el más grande conglomerado alimenticio del país. La harina P.A.N. para cocinar las arepas, esas gruesas empanadas abiertas de harina de maíz rellenas de jamón y queso (cuando el jamón y queso estaban disponibles para comprar). La mayonesa y los porotos; y la cerveza. Siempre la cerveza. La cerveza Polar en Venezuela es tan importante para el país como sus playas.
Polar es la empresa más importante del país y el apellido de sus dueños —los Mendoza— es tan famoso como el de los Chávez, afortunadamente por distintas razones. Durante 100 años, los Mendoza —ahora representados por Lorenzo, un hombre melenudo y tranquilo que siempre le ha rehuido a la política— producen la comida que alimenta al país. Teniendo en cuenta el bienestar de sus clientes, Lorenzo continuó fabricando harina mientras el Gobierno venezolano pasaba de ser uno democrático a uno de la “tercera vía”(gracias Tony Blair), a “socialista” autoritario, y finalmente totalitario bajo el mando del protegido de Hugo Chávez, el zoquete de Nicolás (Nick) Maduro, y sus escoltas cubanos.
Pero desgraciadamente, en la Venezuela totalitaria ninguna acción de bien escapa al castigo. A medida que su suerte política comenzó a declinar, Nick lanzó su perezosa e insípida mirada a través de un país saqueado por el narcosocialismo y la política del “exprópiese” de su predecesor, que ahora se posó sobre Lorenzo Mendoza, la última estrella brillante en la debilitada constelación de la industria venezolana.
La semana pasada el Gobierno venezolano difundió un conversación telefónica interceptada ilegalmente entre Lorenzo y un profesor de Harvard en la que conversaban acerca de qué habría que hacer para salvar a la economía Venezuela. Nick señaló en televisión que ese tipo de conversaciones eran las pruebas de una traición y que Lorenzo debía ir a la cárcel.
Lorenzo Mendoza es un buen hombre que lleva adelante el negocio familiar de alimentar al país, sin embargo, y con todo el respeto que me merece, su trabajo ya no está ayudando. Cada paquete de harina que produce y que termina en el estomago de un chavista con hambre; cada lata de cerveza que elabora y que aviva los debates revolucionarios de lo idiotas; cada paquete de porotos distribuido por el Gobierno populista como “prueba” de su amor al pueblo prolonga lo inevitable. Debería dejar de hacerlo.
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Lorenzo Mendoza debería rebelarse.
Debería dejar de hacer el trabajo que ama, y que lo convierte en un esclavo de aquellos que lo desprecian. Debería dejar de luchar para mantener las fábricas operando mientras los rojos conciben formas cada vez más creativas para destruirlo a el, y por extensión a ellos mismos. Debería de dejar de producir la comida que le da a los perros la energía para morder la mano que los alimento, en el sentido más literal posible.
El trabajo de estos grandes productores que tiene la capacidad de crear, mediante la cual le ofrecen valor a la sociedad y son recompensados con riqueza, es una virtud. Sin embargo, cuando afirman que deberían continuar haciendo el bien, pero esa virtud es considerada una traición y ese valor es considerado un deber están engañandose a si mismos, creyendo que de alguna manera pueden “sobrevivir” al mal.
Si Nick cree que la habilidad de Lorenzo para producir comida debería convertirlo en esclavo de los millones de revolucionarios, y que idear nuevos métodos para continuar produciendo esa comida —a pesar del desastre que ha hecho el Gobierno— debe ser castigado con prisión, entonces Lorenzo no tiene ninguna obligación de seguir con su trabajo.
Es hora de ser honestos con nosotros mismos y los demás. Cada caloría que Lorenzo convierte en comida nutritiva es utilizada para perpetuar un gran mal. Tendría que terminar con esto.
El título original de la novela más importante de Ayn Rand, La Rebelión de Atlas, era La Huelga. Llegó el momento para que Mendoza declare su huelga.
Joel D. Hirst es novelista, autor de The Lieutenant of San Porfirio y su versión en español El Teniente de San Porfirio: Cronica de una Revolucion Bolivariana. Síguelo en @JoelHirst.